Exhibition_

MARCO ALOM

UNA LUZ NEGRA

Casa de la cultura agustín de la hoz · Lanzarote · España

7 NOV 2025 – 7 MAR 2026

organiza_

Cabildo de lanzarote

Ayuntamiento de arrecife

 

comisario_ Frasco pinto

Produce y coordina_ Galería Artizar

Hacia otro mito

(Extracto)

Dalia de la Rosa

Marco Alom (Tenerife, 1986) tiene todas las edades dentro. Desde aquel año en la isla de Patmos en 2017 se produce un estallido, quizá silencioso pero evidente, que une el dibujo con una manera de entender la memoria, el territorio y el paisaje. En ese momento, desde un punto de vista analítico, la obra de Alom comienza a sacar su fuerza narrativa, una forma de dibujar profusa, abigarrada y llena de mundos y de edades. Unos años antes, ya se venía fraguando en su cabeza todo un imaginario que tenían como punto focal la influencia de campos diversos del saber científico, las imágenes decimonónicas de grabados o postales y la historia de las/os viajeras/os y expediciones que apuntalaron unas descripciones concretas del Archipiélago Afortunado.

Antes de esto, previo a ese 2017, interesantes y sugestivas eran sus postales de aire decimonónico, intervenidas con fabulosos y fantásticos animales, cuya escala con respecto a las ciudades, arquitecturas o paisajes sobre las que se situaban nos conectaban directamente con una aventura literaria a lo Julio Verne. Estas obras convivían con una forma de contar las historias que pervive actualmente, porque toda persona que conoce al artista, vive en su piel y sabe de su capacidad de bardo contador, un cantor de las hazañas de su pueblo, pero también, un rapsoda al modo griego que memoriza los poemas para un público. Estar en las proximidades de Marco Alom, por esto, es estar en contacto con muchas edades superpuestas.

Todo el imaginario que contiene o preserva en su interior el artista es un cruce de experiencias que parten de la construcción de arquetipos que toma de la universalidad, pero que sitúa en un lugar concreto. Es decir, toda la obra, de  alguna forma, explícita o simbólicamente se inserta e inscribe en el territorio de las islas Canarias. Esto se traduce en una constante recuperación de experiencias de su propio entorno, que está jalonada de sus intereses intelectuales y de su propia infancia en las medianías de la zona sur de la isla de Tenerife, donde convivía con un territorio todavía ignoto para la gran industria de “plantación” canaria del siglo XX, el turismo. En esa etapa de niñez aparecen las garzas, las huertas, el malpaís, los amigos, una vida conectada con personas que enriquecen, familiar y afectuosamente, su deseo de aprender. El suyo es, por tanto, un hacer situado jalonado de múltiples influencias.

Marco alom. La imagen como tiempo, la memoria como mito

Claudia Taboada

se derrumban por un instante inmenso y vislumbramos nuestra unidad perdida, el desamparo que es ser hombres, la gloria que es ser hombres y compartir el pan, el sol, la muerte, el olvidado asombro de estar vivos;

(…) Fragmento del poema “Piedra de Sol”, de Octavio Paz

Hay artistas cuya obra se nos ofrece como un espejo de lo real, un registro fiel de lo visible. Y hay otros, más complejos y necesarios, que entienden el arte como una operación de desbordamiento, reinvención, o sueños lúcidos llenos de alucinaciones. Marco Alom pertenece a este segundo linaje. Sus obras pudieran ser leídas como cartografías de lo imposible: superficies en las que se hibridan mitos, símbolos y criaturas fantásticas, donde el exceso de detalles deviene el gesto más simple de sus mensajes.

Estar ante la obra de Marco Alom hace que la mirada no repose en la superficie, sino que se sumerja hasta perderse en los entresijos del dibujo. Algo semejante sucede al enfrentarse a Piedra de Sol, de Octavio Paz. Ese poema largo, circular, que comienza y termina con los mismos versos, obliga al lector a entrar en una corriente temporal que no tiene principio ni fin. Así como Paz propone una poética del tiempo infinito, Marco Alom construye, línea a línea, un universo visual que rehúsa toda clausura. Poeta y artista dialogan sin proponérselo, coincidiendo en un territorio donde el tiempo se pliega sobre sí mismo y la imagen se convierte en escritura.

Situar a Marco Alom en la historia del arte implica reconocer un doble arraigo. Por un lado, en la tradición insular de Canarias, donde lo telúrico y lo marítimo han configurado una sensibilidad atravesada por la memoria, el tránsito y el mestizaje cultural. Por otro, en un horizonte universal, donde su obra dialoga tanto con los códices medievales como con la botánica ilustrada del siglo XVIII, con los diagramas alquímicos y los mapas cosmológicos de las culturas originarias.

El artista no trabaja desde la nostalgia de un pasado perdido, sino desde la certeza de que el mito y la cultura son presencias activas, fuerzas que siguen operando en el presente. Sus dibujos recuerdan a códices que nunca existieron, pero que parecen necesarios para interpretar la historia humana. Así, su obra se coloca en el cruce entre antropología visual y poesía plástica: cada detalle no es mera ornamentación, sino un gesto de memoria, un intento de reconstituir lo fragmentado.

Uno de los elementos claves y más importantes en la obra reciente de Alom es su obsesión por llenar todos los espacios. La superficie blanca es para él una amenaza, un vacío que reclama ser habitado. Sus líneas proliferan como raíces o rizomas, conectando figuras y símbolos en un entramado sin jerarquías aparentes. Ese gesto puede leerse desde la historia del arte como una reacción contra la economía moderna de la imagen, que privilegia lo rápido, lo mínimo, lo reductivo. Alom, en cambio, reivindica la densidad: mirar sus obras exige tiempo, paciencia, disposición a perderse en la maraña de signos.

Desde una perspectiva cultural, esta insistencia en el detalle puede comprenderse como un acto de resistencia frente a la simplificación. Allí donde la cultura contemporánea tiende a consumir imágenes de manera inmediata, Alom nos obliga a demorarnos. Cada criatura, cada pliegue de sus dibujos, parece decir lo que Octavio Paz sugiere en Piedra de Sol: “el instante es inmortal”.

La obra del artista canario puede leerse a la luz de lo que Gaston Bachelard, en La poética del espacio, llamaba “la inmensidad íntima”. Allí donde la imaginación no describe el mundo exterior, sino que lo expande desde un centro interior, Alom construye universos minuciosos que se abren como constelaciones de sentido. Cada fragmento suyo recuerda que la imagen, según Bachelard, no es solo un reflejo sino una germinación: una semilla que crece en múltiples direcciones, llenando los vacíos de la superficie con formas que no agotan el misterio sino que lo multiplican. El blanco no es ausencia, es promesa: territorio aún por habitar. La línea, en su insistencia casi rítmica, deviene arquitectura de un cosmos íntimo y colectivo a la vez. En esa tensión entre lo microscópico y lo infinito se manifiesta lo que Bachelard intuía como el poder metafísico de la ensoñación: hacer del arte un espacio total, un refugio que es también un universo.

Toda la obra de Marco Alom parece sostenida por una arqueología interior. No es casual que provenga de una familia de arqueólogos: en su imaginario, excavar y dibujar son acciones hermanas. Ambas implican desenterrar signos, rastrear vestigios, devolver al presente los fragmentos de un tiempo remoto. De esa herencia proviene su relación con el mito. Su mirada es la de quien busca en el pasado las huellas de una verdad primera: la comunión entre el hombre y lo invisible. En esa búsqueda se reconoce en artistas visionarios como William Blake, que fundió poesía y revelación para construir una cosmología personal, o como Henri Gaston Darien, cuya imaginería simbólica hizo de la materia un campo de resonancias espirituales.

En el ámbito literario, Alom encuentra afinidades con autores que exploraron la raíz mágica de lo humano. Julio Caro Baroja, con su indagación en el Paleolítico vasco y en el mundo de las brujas, le ofrece una genealogía cultural donde lo sagrado y lo profano se confunden, donde la superstición y la memoria colectiva actúan como lenguajes de resistencia frente a la racionalidad moderna. De ahí que su obra dialogue tanto con corrientes plásticas y de pensamiento medievales y paleolíticas, donde la imagen no ilustra: invoca. Sus criaturas no pertenecen al presente, sino a una continuidad arcaica donde el arte es todavía una forma de magia, una herramienta de conocimiento.

En esta “mitografía”, como le llamaba Carlos Pinto, la mirada se vuelve un eje de comunión. Los ojos, presentes en muchas de sus criaturas, se convierten en portales hacia otras tierras divinas. En Exvoto, específicamente, el artista convoca una escena coral donde lo animal, lo sagrado y lo humano se entrelazan en una misma ceremonia de luz. Las cabras parecieran estar poseídas, o en ese tránsito del umbral entre lo real y lo imaginado, presenciando en el centro la ofrenda como acto votivo: donde lo humano busca reconciliarse con lo divino. Las aves aureoladas, las testigos y mensajeras, mediadoras entre el mundo terrestre y el espiritual. Esa comunión entre seres, ese tránsito de lo profano a lo sagrado, recuerda el universo de Belkis Ayón y su Cena, donde la artista cubana transformó el mito abakuá en una liturgia visual de lo inaccesible. Ayón concibió su obra como un acto de revelación y transgresión: dio cuerpo femenino al mito masculino, transformando la figura de Sikán, la iniciada y la sacrificada, en un espejo de su propia búsqueda espiritual. Si en Ayón los ojos blancos de sus personajes son oráculos silenciosos, espejos del alma colectiva, en Alom los ojos se encienden como constelaciones interiores, encarnando el mismo gesto de apertura hacia lo inefable. En ambos casos, el rito se vuelve un lenguaje de resistencia y trascendencia.

Esa dimensión ritual se prolonga en su diálogo con José Bedia. De él hereda no solo el rigor del estudio antropológico, sino la intuición de que cada trazo puede convertirse en mapa, cada ojo en un punto de una constelación. En piezas como Sephirot (2024), de Alom, los ojos de los animales conforman un diagrama oculto, una geometría mística que remite a la Cábala, al Nombre de Dios, a la estructura secreta del universo. Como en Bedia, la obra de Alom convierte la superficie en un territorio iniciático donde el espectador debe descifrar signos, participar del relato simbólico, devenir iniciado.

Finalmente, el eco de Anselm Kiefer atraviesa su práctica como una respiración mineral. De Kiefer asimila esa alquimia entre materia y mito, esa voluntad de hacer del papel, del polvo y del residuo una sustancia sagrada. En sus papeles gofrados o en las piezas que evocan vestiduras litúrgicas, Alom comparte con el artista alemán la pulsión de transformar la ruina en reliquia, la materia en memoria. Lo espiritual y lo terrenal conviven en sus superficies con la misma gravedad romántica que anima los paisajes de Kiefer: todo en ellas parece llevar siglos esperando al espectador, como si el arte, una vez más, no fuera sino el acto de reconocer lo eterno en lo que perece.

En Piedra de Sol, Octavio Paz escribió: “un cuerpo es todos los cuerpos / un instante es todos los tiempos”. Esa intuición podría coexistir facilmente en el trabajo de Alom. Cada figura que traza parece contener una genealogía entera de formas: lo animal y lo humano, lo arcaico y lo contemporáneo, lo sagrado y lo profano. En sus superficies, el tiempo no avanza: se pliega. Lo que el poeta enuncia como circularidad del instante, Alom lo transforma en una escritura visual donde cada línea es también una memoria.

Como el poema de Paz, la obra de Alom no concluye: retorna. No busca decir la última palabra, sino abrir el círculo.