Los cazadores de retratos

Martín y Sicilia

Artistas

Galienne Francastel, en su libro El retrato (1978, ed. Cátedra), nos habla de que el deseo que tienen los seres humanos de contemplarse por medio de la interpretación de su propia imagen parece formar parte de los más antiguos impulsos de la humanidad, y el arte del retrato individual es una de las actividades artísticas más universalmente presente de todos los tiempos. El género del retrato, dentro del grupo de los cinco géneros de la pintura junto con el paisaje, el bodegón, la pintura de historia y el autorretrato, arrastra tras de sí siglos de historia y, si nos permitimos un breve recorrido por sus ramificaciones y raíces, descubriremos una actividad artística que irá mutando en forma y contenido mientras va siendo sacudida por los golpes recibidos a lo largo de la historia de la civilización, siempre atendiendo a cuestiones relacionadas con la religión, la política, la economía y la tecnología; siempre, también, desde la observación y el análisis del valor de la figura humana dentro de la naturaleza y el universo.

 

El acto de representar la figura humana existe desde las civilizaciones más primitivas pero, en la mayoría de los casos, el rostro de dichas figuras suele estar desprovisto de rasgos faciales que puedan ser identificables con la persona retratada. Los cuerpos con cabezas y miembros de animales, como ciervos, reptiles o felinos, que encontramos en la historia del arte manifiestan una clara intención de representar la figura del ser humano en conexión con lo divino, con lo sagrado. Más allá de retrato podríamos hablar, en estos casos, de “figuras humanas con carácter” que de alguna manera son determinables y reconocibles. En las representaciones de faraones, reyes o emperadores, es irrelevante la similitud física con el modelo. Son los elementos y complementos de condición divina que envuelven la figura humana (coronas, ropajes, estandartes, medallas) los que nos aportan la información y los datos de “quién es él” y “qué debe ser él”. No será hasta el siglo XVII, gracias a la exhaustiva observación científica de la naturaleza y del ser humano por parte de los artistas, que se consiga una reformulación plástica que traerá innovadoras destrezas técnicas a la hora de enfrentarse al reto de elaborar un retrato que sea fiel a la fisionomía del retratado y, por lo tanto, reconocible por él y su entorno, sin el apoyo de adornos que indiquen su rango o posición social, aunque éstos no desaparezcan en absoluto.

La narración que detalla la decadencia del género del retrato comienza en el siglo XIX cuando se empieza a cuestionar la fidelidad de la imagen con el modelo. Mucha culpa tienen Ingres y Courbet pero más culpable es la aparición de la fotografía en 1850, un medio que es capaz de fijar fielmente los rasgos de un individuo sobre un soporte químico bidimensional, inventado para la posteridad que se convierte en la gran competencia del retrato pictórico, entendido hasta entonces como un privilegio de las clases dominantes. Los pintores comienzan a estar más interesados en un tipo de retrato más subjetivo, con una clara actitud de explorar los innumerables matices de la psicología propia y única del ser humano que conduce, inevitablemente, al autoconocimiento y, por lo tanto, a la investigación sobre el valor del individuo en su contexto universal. El retrato pictórico evolucionará desde la imagen fiel al modelo hasta un conjunto de signos donde el pintor deconstruye y el espectador reconstruye, desde su percepción, la imagen de una figura humana determinada. Desde cierto punto de vista, Los jugadores de cartas de Cezanne (1890-95) y Las señoritas de Avignon de Picasso (1907), serán las cartas de navegación de un nuevo e inexplorado territorio del retrato y serán fundamentales para la orientación de los artistas a lo largo del siglo XX , descubriendo auténticos paraísos formales y conceptuales, desconocidos hasta el momento.

La aventura de cazar retratos en la borgiana pinacoteca de la Galería Artizar comienza a mitad del siglo XX, encontrando indicios de retratos hasta donde somos capaces de identificar algún rasgo determinado de una figura humana con atributos. Si utilizamos como guía para observar las múltiples variaciones en las que la figura humana va a ser expuesta en esta muestra, el retrato de Laura Pinto Grote pintado por el surrealista Juan Ismael en 1947 nos sirve como punto de partida desde un punto de vista figurativo, donde el rostro de la modelo sigue siendo fisionómicamente identificable. Será imposible evitar la tentación de relacionar el surrealismo canario con el surrealismo mexicano, atendiendo al dato de que, en el mismo año 1947, Frida Kahlo pinta su Autorretrato con el pelo suelto, referencia que nos conecta con el género del autorretrato que aquí se muestra, con un espectro bastante amplio, en los trabajos de los artistas Amparo Sard, Noelia Villena, René Peña, Martín y Sicilia y Dokoupil. En palabras de Rafael Argullol en el libro Maldita Perfección (2013, ed. Acantilado) “cuando nos reflejamos (autorretratamos) mezclamos lo que somos, lo que quisiéramos ser y lo que queremos que otros piensen que somos”. En este grupo de autorretratos los artistas tiene en común la característica de autorrepresentarse como la antítesis del héroe, en una actitud cercana a la figura del mártir. En el caso concreto de las obras de René Peña y Martín y Sicilia, donde exhiben con cierta ironía sus cabezas cortadas servidas en bandeja, entre diferentes manjares, nos conecta con el autorretrato de James Ensor Los cocineros peligrosos (1896) donde el artista representa a unos cocineros en un restaurante, cocinando su propia cabeza y la de otros artistas para dársela como alimento a los críticos de arte de la revista L’Art Moderne, que esperan en el comedor.

La conexión del retrato con la naturaleza, en sintonía con las culturas indígenas primitivas y las religiones paganas, son claves para el trabajo de los artistas José Bedia, Mendive, Hans Lemmens y Marco Alóm. Las figuras humanas son representadas bajo un modo de pensamiento mágico primitivo con un marcado carácter animista. Observando los trabajos de estos artistas, el vínculo del ser humano con la naturaleza está representado desde múltiples formas donde el individuo tiene espíritu o alma de animal, como son los seres alados de Mendive (El agua me nutre, 2013), los humanos con cabeza de animales de Bedia (Animal armado, Madre de guerra, 2019) los humanos que se disfrazan de fauna en el plato de cerámica de Hans Lemmens (Sin título, 2010) e incluso en los restos humanos que representan a los primeros pobladores del paraíso, pintados por Marco Alóm (Adán y Eva, 2016)

 

La estética de los restos humanos y las fosas comunes, o la capacidad de entender un conjunto de huesos como un retrato anatómico forense, están presentes en los trabajos de Marco Alóm, Carlos Nicanor y Pamen Pereira. En este momento, liberados ya del yugo que supone la verosimilitud del representado con el modelo elegido para hablar sobre el género del retrato, sería conveniente recordar el creciente interés por la abstracción o la “no figuración” de los retratos con ausencia de rostro, interés vigente desde las vanguardias del pasado siglo. Los trabajos de Laura Gherardi (Demiurgo, 2003) y Pamen Pereira (Ecuanimidad, 2015) cortan literalmente la cabeza de sus retratados como en el relato de terror y romanticismo de Washinton Irving La leyenda de Sleepy Hollow (1820, ed. Alba). Continuando por este camino, los trabajos seleccionados de Luis Palmero y Ubay Murillo cubren con pintura o papel todo signo que represente una identidad humana de cuello para arriba, hasta llegar a pintor Santiago Palenzuela que, literalmente, le prende fuego al retrato, quedando un significativo agujero en la tela sobre bastidor, que el artista maquilla con llamas de ficción pintadas al óleo y que no hacen otra cosa que subrayar la gritona ausencia del retratado.

 

Para seguir la evolución del siempre rejuvenecido género del retrato será conveniente para el espectador una brújula y estar actualizado periódicamente, década tras década, cisne negro tras cisne negro, hasta llegar al presente inmediato. Hasta que quede algún ser humano vivo digno de ser retratado.

 

 

José Arturo Martín

Santa Cruz de Tenerife, 15 de Julio de 2020

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