En su última producción, esta condición inasible se hace cada vez más sólida porque a pesar de sus recursos lingüísticos formalmente reconocibles, es decir: lo que podría nombrarse como un lenguaje estilístico propio, léase: sus zonas rojas donde la figura se torna pétalo, tronco, rama, raíz, pellejo, bulto, trozo de carne o anquilosada roca anclada en el paisaje, su lino o algodón crudo como demarcación de un desértico territorio simbólico, su uso de un verde tóxico, casi demasiado industrial para referenciar una extraña y envolvente vegetación como elemento narrativo biologizado, sustantivizado podría decirse, pues el artista logra que no sean “plantas estáticas” sino una “especie de botánica actuante”; a pesar de la consolidación absoluta del dominio de los mismos, cada vez Zurita esquiva mejor cualquier etiqueta. Escapa de la palabra.
No obstante, a veces de soslayo, algo nos permite que nos acerquemos a su misteriosa zona de inconformidad, nunca una “zona de confort”. Se hace espacio de resistencia. Y en estas últimas obras podríamos decir que esta zona es el espacio mental de una huida. Una fuga. Un movimiento desplazatorio que huye. Que pretende escapar de este presente absurdo cuajado -sobrepoblado quizás- por energúmenos al mando.
Una realidad que Jesús esquiva, dilatándola. Distrayendo su estática geografía hacia una dramaturgia que cae en cataratas, ante la posibilidad de quedarse inerte, se deja caer en precipitación, en caída libre, en un salto suicida al vacío, en un caer que describe la lágrima, el sudor, la rama rota, las monedas lanzadas al aire, el pegoste de la piel, el amasijo de hojas y pétalos que se doblan y chorrean como si fuese una cabellera, un pelaje, un disfraz.