Hans Lemmen, horizonte y máscara

Alejandro Krawietz

Algo primitivo, muy antiguo, algo parecido a un movimiento, una vibración primera del planeta, se agita y resuena en la obra de Hans Lemmen. Algo que invita al humano a descender por la escalera del tiempo, a presentir los lejanos linajes encordados a la memoria dormida, trenzados en la máscara del inicio. Una pintura, unos dibujos destinados a hacer posible una vuelta, un regreso: alcanzar la inocencia del destino de la vida fuera del tiempo. Regresar al lugar —al lugar del tiempo, al lugar del otro lado del tiempo— en el que las metáforas no constituían un milagro, sino un método de conocimiento, las alas de un desvelamiento decisivo. El territorio en el que ser el otro no consistía necesariamente en conformar la máscara, sino en reverdecer las posibilidades físicas de la confianza en el misterio y los cambios planetarios. Las metamorfosis, la combinatoria infinita, en el instante. En ese territorio florecía el animal tiempo: y la piel del oso no era un disfraz, sino la piel misma del hombre que soñaba en el centro del bosque con el gesto de la mano que hace magia. El tiempo en que el bosque se hacia horizonte, y el horizonte una máquina para la visión: entonces las torres eléctricas cumplían con la misión de los molinos, y el humano aullaba en el cuerpo y en la piel del lobo: el hombre devoraba al lobo para ser aullido. Un tiempo sin tiempo. Al otro lado del tiempo justo. Una eternidad que termina un poco más allá del horizonte, en el que la propia naturaleza se vuelve pantalla de los milagros y refleja —encarna— un sueño de transmaterializaciones. Sol de Vertumno en el que la violencia y la alegría constituyen una materia solidaria. El perro sigue a su pastor, pero el pastor es aún la piel del perro, el que aúlla a la luna antes de ponerle nombre a la luna, antes de que el pastor, en ese instante, sea devorado por el lobo. Justo cuando acaba la canción. Ahí, en la pintura y los dibujos de Lemmen, está el hombre aullador que es el lobo aullador: el que aún no comprende qué es la luna porque él mismo es, justamente, luna. Quien aún no comprende qué es el cuerpo, porque es infinitamente cuerpo. Quien aún no comprende qué es la máscara, porque es infinitamente máscara.

            Lemmen es siempre mejor en el acertijo, siempre mejor en el misterio.

 

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El enterrador, el medio ciervo Roger Callois, fundador del mediodía y sus milagros funestos, indagó en las dimensiones imaginarias de las piedras, en las metamorfosis metáforicas de las rocas, en la verdad del «disco sin defecto que languidece como un sol fúnebre en el centro de un firmamento aséptico». Callois señala que esa piedra que flota sobre el mismo paisaje desde el que se individualizó, fue llevada «a una terrible incandescencia y forjada en un yunque monstruoso a lo largo de una lejana, inaccesible, peripecia de la historia del planeta». Piedra: sabiduría que es forma. Insulares, sentados sobre una piedra de memoria (Soy yo al viento y la lluvia, aquí, descalzo, / Sentado en una piedra de memoria, dice Vitorino Nemésio). La roca es como una palabra, porque está ahí, en el desierto, flotando en su propia gravedad, diciéndose a sí misma. Todo el tiempo. Piedra que duerme en el sueño de las vetas (Callois). Así las rocas de Hans Lemmen, rocas soñadoras, dispuestas a imantar las imágenes, a hacerlas volver sobre sí mismas: lo que significa volverlas sobre el mundo. Piedras enormes, que nos interrogan. Imaginamos que arden desde dentro. Imaginamos que a ese arder lo llaman tiempo. Lava del comienzo, lava de los seres arrojados al tiempo, lejos de las imágenes, condenados por ellas. Lava que proviene de la estrella única, de la estrella que pudo ser. Es la maravilla geológica de Lemmen: piedra que habla. Imágenes perdidas para el hombre, cultos lejanos, extraviados en las postrimerías del comienzo. Sólo hay que saber escuchar lo que la piedra habla, ese lenguaje de piedra, ese cuchicheo de chirridos volcados sobre el cuenco del agua, sobre el cuenco del cráneo, sobre el ojo que contempla, desde lejos, aplastado por el horizonte. Isla que flota: ¿cuántas veces no la habremos visto ya, allá, en el umbral del límite, roídos por la luz que llega y llaga, por el sol multiplicado, depositada en el ápice de mar y cielo sumidos en su continuo cimbrearse, en su continuo mecerse en el tiempo?

Un rayo la parte: es el humano —el ahora— que contempla, aplastado por el horizonte.

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