[…] las conciencias pasaron de la fe colectiva, […], a la constatación más amarga según la cual se instalaba sin pausa una gigantesca máquina económico-política estrictamente destinada a producir, a disciplinar y a consumir.
Y ahí nos ubicamos, en el amargor de un sistema individualizado propio del neoliberalismo que nos golpea sin piedad una y otra vez. (Mal)vivimos en una sociedad donde se nos enseña con una insultante disciplina paternal que destruir es mucho más rentable que construir, donde se nos alecciona que la (falsa) satisfacción personal a corto plazo es el fin último de nuestra existencia.
Fabricar de manera masiva semillas transgénicas apenas cuesta unos céntimos, el empleo de estas semillas modificadas genéticamente conlleva el uso de pesticidas que contaminan la tierra, dejando tras de sí toda una serie de residuos que afectan gravemente a la salud de los ecosistemas tanto acuáticos como terrestres y, por tanto, a la supervivencia de todas aquellas especies que entran en contacto con los mismos. La ciencia –con todas sus acepciones y posibilidades- nos permite conocer más y mejor el mundo que habitamos pero, irónicamente, nos facilita su destrucción. Esa peligrosa carencia de emoción y relación con el entorno, esa desnaturalización del ser humano en un mundo cada vez más tecnificado provoca que las principales preocupaciones de la ciudadanía se centren en el beneficio inmediato, relegando la protección medioambiental a puestos inferiores en su pirámide de motivaciones personales. Pensar en el cuidado de la naturaleza significa pensar en el futuro y, especialmente, mirar desde una perspectiva amable y colectiva, una mirada completamente opuesta al actual y dictatorial modelo económico global.