[…] las conciencias pasaron de la fe colectiva, […], a la constatación más amarga según la cual se instalaba sin pausa una gigantesca máquina económico-política estrictamente destinada a producir, a disciplinar y a consumir. (1)
Y ahí nos ubicamos, en el amargor de un sistema individualizado propio del neoliberalismo que nos golpea sin piedad una y otra vez. (Mal)vivimos en una sociedad donde se nos enseña con una insultante disciplina paternal que destruir es mucho más rentable que construir, donde se nos alecciona que la (falsa) satisfacción personal a corto plazo es el fin último de nuestra existencia.
Fabricar de manera masiva semillas transgénicas apenas cuesta unos céntimos, el empleo de estas semillas modificadas genéticamente conlleva el uso de pesticidas que contaminan la tierra, dejando tras de sí toda una serie de residuos que afectan gravemente a la salud de los ecosistemas tanto acuáticos como terrestres y, por tanto, a la supervivencia de todas aquellas especies que entran en contacto con los mismos. La ciencia –con todas sus acepciones y posibilidades- nos permite conocer más y mejor el mundo que habitamos pero, irónicamente, nos facilita su destrucción. Esa peligrosa carencia de emoción y relación con el entorno, esa desnaturalización del ser humano en un mundo cada vez más tecnificado provoca que las principales preocupaciones de la ciudadanía se centren en el beneficio inmediato, relegando la protección medioambiental a puestos inferiores en su pirámide de motivaciones personales. Pensar en el cuidado de la naturaleza significa pensar en el futuro y, especialmente, mirar desde una perspectiva amable y colectiva, una mirada completamente opuesta al actual y dictatorial modelo económico global.
De nada sirve esa mirada romántica hacia el pasado rebosante de nostalgia y fábula, se hace necesario aterrizar en el presente, identificar la situación actual y proponer un modelo que nos permita vislumbrar con cierto optimismo un escenario común y plural en el que evolución y protección medioambiental puedan ir de la mano. En este sentido, la exposición representa esta postura, tanto Luna Bengoechea (Gran Canaria, 1984) como Esther Elena Pea (Tenerife, 1994) proporcionan un espacio para investigar y reflexionar sobre la indisoluble relación entre ser humano y naturaleza, indicando que otro mundo no solo es necesario sino que es posible.
Por un lado, Bengoechea nos deleita con atractivas imágenes de flores de árboles frutales que rápidamente se verán perturbadas con la luz ultravioleta, desvelando cráneos realizados con pintura fotoluminiscente y adentrándonos en lecturas vinculadas a la vulnerabilidad de la vida o la (in)fertilidad de la naturaleza. Por otro, Pea presenta toda una amalgama de fotografías que la propia artista ejecutó en barrancos y zonas rurales de Tenerife donde sigue creciendo de manera salvaje y descontrolada la caña de azúcar, una de las especies invasoras en Canarias. Pea encapsula las instantáneas en cristal de caramelo, estableciendo un diálogo entre los conceptos de fragilidad, perdurabilidad e incerteza.
Las artistas, preocupadas por la peligrosa pasividad humana, plantean una muestra donde el público se activa y participa, desvelando información a través de la luz de linternas (Bengoechea) o moviendo cristales de azúcar (Pea) y, de paso, descubriendo su propio poder y responsabilidad como ciudadanos y ciudadanas. Las creadoras nos sumergen en una propuesta donde el tiempo y los ineludibles procesos de cambio se erigen como los protagonistas de una exposición que clama acción, protección y lucha, que deja claro que tempus fugit no solo es una relamida locución latina, sino una violenta realidad.