 
															LAS TRAVESÍAS DE MARTA MARÍA PÉREZ BRAVO
Laura Arañó Arencibia
Marta María Pérez Bravo (La Habana, 1959) no le teme a las travesías, su obra ha resistido el desarraigo impuesto por la migración, el viaje constante, simbólico y físico, al que desafía la geografía de las islas y las transformaciones que el tiempo impone a una obra sólida, que se ha transmutado durante más de cuatro décadas. Nacida en La Habana de los años 60, formada en la tradición de la Academia de San Alejandro y en el ambiente de cambios de la vanguardia ochentiana del arte cubano – durante su período de estudios en el entonces muy joven Instituto Superior del Arte (ISA)–, su obra se insertó en el imaginario visual del arte en Cuba con un ímpetu desafiante. Su fotografía en blanco y negro ha captado un universo mítico-religioso en un contraste de sutileza y poderío que cautiva, aun cuando sus referentes resulten ajenos al espectador.
Los primeros acercamientos de la artista al mito, entendido en un sentido amplio, ocurrieron al término de sus estudios universitarios. En aquellos primeros años, cuando se graduaba de la especialidad de pintura, con una tesis en la que se procuraba de la fotografía como método de documentación de sus acciones –muy cercanas al land art–, Marta construía trenzas de papel que incorporaba al paisaje y realizaba una suerte de cruces, inspirada en la sabiduría popular de los campesinos cubanos, que las realizaban para alejar las tormentas. El carácter efímero de estas intervenciones y la necesidad de capturar estas imágenes la condujeron poco a poco hacia la fotografía como medio de expresión. Su curiosidad incesante, la llevó, algunos años después, a transformar por completo su corpus artístico y a convertirse en el sujeto de casi toda su obra.
A inicios de los noventa, la artista se reapropiaba de su imagen para convertirla en síntesis de la representación de una zona de la religiosidad afrocubana. Los registros iniciales de patakines, deidades y mitos afrocubanos, a veces casi indescifrables para quien es ajeno a esta cultura; se erigían a partir luz y sombra sobre el cuerpo de la artista con un poderío visual inexplicable. Una suerte de sacralidad íntima, profundamente humana, ajena a rituales o liturgias, aleja la obra de otras representaciones, justamente debido a la manera en la que construye sus imágenes. De una parte, los objetos que utiliza son en su mayoría producidos por ella al más mínimo detalle y, de otra, no se trata de una construcción fotográfica, sino de una puesta en escena donde la foto es solo el resultado final. Marta María no es en realidad una fotógrafa en puridad, aun cuando es el soporte de su trabajo creativo. No se trata únicamente de tomar una fotografía sino de comprender su dimensión, que supera los límites de la bidimensionalidad. La artista instala sus piezas, concibe la manera de mostrarlas en todos los sentidos posibles. Ello explicaría el por qué ha recurrido a nuevos materiales para la presentación de su trabajo que se ha expandido hacia la instalación y el videoarte. Si antes su imaginario estaba circunscrito a un formato pequeño y a las impresiones en plata sobre gelatina, ahora sorprende con la impresión digital y las rupturas de fronteras sobre el material fotográfico más tradicional: lienzo, metales y cerámicas conforman también su espectro de creación.
 
															Durante las últimas décadas de trabajo, la artista ha reconfigurado su poética hacia otro plano de la espiritualidad. Se separa de la materialidad del objeto y la representación religiosa en sí misma para intentar captar “el más allá”. La belleza y el misterio de estas obras, inspiradas en el espiritismo de Allan Kardec, radican justamente en esa dimensión oculta, esa que su lente no puede captar, pero que forma parte de la obra. Su fotografía no solo se ha ido transfigurando en sí misma, sino que se ha convertido en una nueva expresión a través del videoarte. Se trata de creaciones silentes, en blanco y negro –como su obra fotográfica–, donde explora nuevos recursos expresivos que aportan notas de singular misticismo. No solo es interesante el resultado final de estas investigaciones de orden conceptual y formal, sino el proceso detrás cada uno de los videos, pues como para la fotografía, Marta María construye estas escenas de manera casi artesanal.
El misterio y la fascinación natural que emana de las obras de la artista han permitido que su trabajo dialogue y se inserte naturalmente en otros contextos. Su obra no se reduce al acto de crear imágenes; es un itinerario de exploración constante, un diálogo entre tradición y contemporaneidad, entre la memoria colectiva y la introspección personal. Su trabajo ha permitido una construcción simbólica capaz de transfigurar la realidad y de inscribir en ella los signos de lo invisible. Su cuerpo, convertido en escenario y soporte, ha redefinido el papel del sujeto, transformándose en puente entre lo humano y lo divino, entre lo cotidiano y lo trascendente. Su poética evidencia una comprensión profunda de la relación entre materia y espíritu, entre objeto y símbolo, que sitúa su obra en un espacio donde el espectador no solo contempla, sino que participa de un rito silencioso, en un acto de reconocimiento y reverencia ante la complejidad del mundo que representa. Al transitar por sus imágenes, uno se enfrenta a la intensidad de lo efímero y la permanencia de lo esencial, a la tensión entre la fuerza del mito y la delicadeza del gesto.