Se cumplen 25 años de T R I Á L O G O S, una exposición mítica con la que la Galería Artizar reabría sus puertas el año 2000, tras algo más de un año de cierre por motivos de índole personal. En dicha exposición se reunía el trabajo de seis artistas plásticos canarios en distintos momentos de su carrera: los ya consagrados Luis Palmero, José Herrera y Juan Gopar y los que empezaban una carrera que a la postre ha resultado ser espléndida, como son Santiago Palenzuela, Julio Blancas y Sema Castro.
Esta exposición incluía una publicación en el que seis autores reflexionaban en sus textos sobre los trabajos presentados por los artistas.
Con motivo del 25 aniversario de esta muestra, la Galería Artizar pretende hacer homenaje a este encuentro planteando un formato similar pero enfocado en algunos de los creadores más destacados nacidos en los ochenta en nuestras islas: Marco Alom (Tenerife, 1986), Romina Rivero (Tenerife, 1982), Alejandro Correa (Tenerife, 1984), Luna Bengoechea (Gran Canaria, 1984), Federico García Trujillo (Tenerife, 1988) e Idaira del Castillo (Tenerife, 1986), llevan ya muchos años siendo artistas de referencia en nuestro archipiélago, dejando atrás la etiqueta de “artista emergente” y adentrándose esa dura “mid-career” en la que normalmente se encuentran en su mejor momento creativo pero lejos ya de la “protección” de la universidad y huérfanos de apoyo institucional.
MARCO ALOM / Texto de Dailo Barco
LUNA BENGOECHEA / Texto de Verónica Farizo
IDAIRA DEL CASTILLO / Texto de Adonay Bermúdez
ALEJANDRO CORREA / Texto de Dalia de la Rosa
FEDERICO GARCÍA TRUJILLO / Texto de Diana Padrón
ROMINA RIVERO / Texto de Eduardo Caballero
Nuestro paraíso perdido
Dailo Barco
(sobre Marco Alom)
Diciendo esto, su mano temeraria se extiende en hora infausta hacia el fruto: ¡lo arranca y lo come! La Tierra se sintió herida; la naturaleza, conmovida hasta sus cimientos, gime a través de todas sus obras y anuncia por medio de señales de desgracia que todo estaba perdido.
El paraíso perdido. Libro IX. John Milton (1667)
Somos descendientes de un tiempo y un lugar que nos atraviesa. En este caso, de la década de los 80 del siglo XX y de un territorio en forma de archipiélago atlántico situado cerca de África. Para algunas personas, el imaginario que compartimos tiene relación estrecha con las experiencias de la infancia, hijos de una generación que desde el final de la Dictadura abrazó la preocupación por una memoria del territorio y la construcción de un acervo cultural propio, articulado en el intersticio entre una ideología nacional y global, particular y universal. Canarias está colonizada por mitologías externas e internas que nos interpelan a pensarnos en la actualidad, sin complejos.
Los años ochenta del siglo pasado revelaron la intensificación del cambio de una Canarias que pasó de los monocultivos agrarios a los monocultivos del turismo (todos ellos llenos de mitos y ruinas). Marco Alom lo vivió en carne propia habitando una zona de la isla de Tenerife que estaba dejando de sembrar semillas de frutos para cultivar plantas alojativas de hormigón. Un paisaje en tránsito que caminamos juntos cuando éramos niños: visitamos casas abandonadas de campesinos donde vimos las esteras en donde se sentaban para comer en el suelo; nos subimos a palas mecánicas oxidadas que imaginábamos como carros de combate; nos bañamos en charcas de riego a medio llenar que daban cobijo a garzas que nos deslumbraban con su vuelo; nos adentramos en cuevas guanches que investigamos como vestigios a punto de desaparecer. Las ruinas de una acumulación de mundos en descomposición, como lo es la propia infancia. Pero eso no se puede ver de manera explícita en ninguna obra de Marco Alom, está detrás de la trama de cada dibujo, como un biombo que guarda la privacidad biográfica en el reverso para mostrar una decantación arquetípica en el anverso.
Las ruinas son la génesis de un imaginario personal que intenta reconstruir de manera poética la falta de una estructura ya desaparecida. Como en el Atlas Nmemosyne de Aby Warburg, Marco Alom colecciona referencias donde se relacionan los relatos e imágenes de la mitología clásica, la religión y las leyendas prehispánicas de Canarias, con los lugares y personas que habitaron ese mundo en disolución que marcó su infancia, donde la pérdida del paisaje construye héroes y monstruos con el devenir del tiempo, evocando analogías en el espectador y situándolo en una cartografía cultural abierta. De esta manera, el paraíso es recobrado a través del dibujo, confrontando la épica de la narración y la técnica con el infierno. Componiendo el trazo de una canción convertida en eco lejano sobre un malpaís, tanto el del lajial del suroeste de Tenerife, donde creció su obra con un lápiz, como el de la isla de El Hierro, donde encontró su madurez con un bolígrafo.
Finalmente, un lajial muestra la solidificación de una colada volcánica, un tiempo condensado en roca que alcanza su límite donde termina el territorio, como la lava en el mar. Desde esa frontera, las aves vuelan como lo hace la imaginación, quemando todo a su paso.
Oro parece, plata no es
Verónica Farizo
(sobre Luna Bengoechea)
I
Walter Benjamin comienza su conocido escrito Experiencia y pobreza (1933) recordando una fábula contenida en los libros de lectura infantil de su época. En ella se narraba cómo un anciano, poco antes de morir, le contaba a sus hijos que en su viña se encontraba un tesoro escondido. Para obtenerlo, solo tenían que cavar. Y así hicieron, cavaron con empeño, pero el tesoro nunca apareció. Cuando llegó el otoño, sin embargo, el árbol dio innumerables frutos. La enseñanza de este relato muestra, nos dice el autor, cómo el tesoro a encontrar no era el oro, sino la toma de conciencia de la importancia de la laboriosidad y la perseverancia, pues de ellas se obtiene la auténtica riqueza.
La transmisión de este tipo de conocimiento evidencia para Benjamin una forma de experiencia que requiere de un compartir dilatado en el tiempo, que reclama la narración y la oralidad, que se da de generación en generación a través de cuentos e historias, y que deja una huella indeleble en la persona que recibe la enseñanza. La experiencia como tal, entonces, provoca un cambio en quien la padece, un cambio que ya no puede borrarse. Y, sin embargo, hace tiempo ya que nada deja huella. Son las consecuencias de una modernidad que tempranamente Benjamin cifró de manera crítica en una constelación de conceptos, y que en el caso que nos ocupa, bien se podría localizar en el denominado por este como «empobrecimiento de la experiencia». Un debilitamiento y una pobreza que tiene que ver con la aplicación de una técnica que, en vez de servir para nuestro desarrollo productivo y el de nuestra sociedad, fue empleada fatalmente como fuerza destructiva. Así lo relata en otro pasaje de Experiencia y pobreza, concretamente cuando los soldados regresaban mudos del campo de batalla tras la Primera Guerra Mundial, incapaces de compartir nada de lo vivido ni de entonar una sola palabra, mudos decíamos, pues la destrucción de las ciudades y del ser humano había llegado a cotas tan elevadas que, a su regreso, todo, a excepción de las nubes, había cambiado.
II
¿Alguien ha podido, en los últimos tiempos, escuchar una buena historia? La capacidad de narrar implica muchas cosas. No se trata de un mero entretener al auditorio; antes bien, alude a un marco común, a un territorio donde todavía quedan cosas por compartir, a un lugar donde la comunicación no es un mero diálogo donde las palabras viajan de un lado para otro, sino que determinan la delimitación de un espacio que nos pertenece a todos y todas, que nos permite reconocernos en las otras personas porque alude a una estructura de referencias compartidas. Sin embargo, ya lo dijo Paul Celan, en el siglo XX todos los puentes habían quedado rotos y la extrañeza se instaló definitivamente en el transcurrir diario. Y así parece acontecer, pues la modernidad presenta de manera dialéctica un tándem entre emancipación y dominio, y entre naturaleza y cultura, polos opuestos que siguen manteniendo una tensión irresoluble por la propia lógica de la modernidad de la que somos herederos.
El trabajo de Luna Bengoechea se inserta en esta lectura crítica al abordar la problemática que caracteriza a la alimentación en el tardocapitalismo. La industria alimentaria del siglo XXI materializa como nadie la tensión que se da en la plantación/fabricación de nuestro alimento. Desde tiempos inmemorables, la alimentación de los seres vivos ha conformado poblaciones y determinado sus costumbres, ha escrito los recorridos de aquellas primeras comunidades errantes que buscaban el sustento y ha transformado vastos territorios en paisajes repletos de líneas y colores con la llegada de la agricultura. Los seres humanos se relacionaban de una manera directa con la tierra y con la naturaleza, y la subsistencia y manutención se daba desde una relación orgánica, el ser humano trabajaba y la tierra proveía. Era un mundo extenuante, también. Las jornadas de sol a sol, el agotamiento físico, la lucha contra las inclemencias y contra todo aquello que no se puede controlar vendría a solucionarse, se suponía, gracias a la aplicación de una racionalidad tecnocrática y sistematizadora, que se enfrentaba, además, con la necesidad de abastecer de manera masiva a la población que comenzaba a desbordar las ciudades mientras dejaba vacíos los campos. Nuestro presente es heredero de este escenario, solo que hoy nuestros problemas suman los grandes desastres de una industria alimentaria propia de una economía neoliberal que ha primado el negocio millonario de una actividad extractivista que promueve los alimentos ultraprocesados y la ingeniería genética mermando la capacidad nutritiva de lo que consumimos. Ya lo decíamos, hace tiempo que las cosas han dejado de imprimir su huella, empobrecidos estamos, cada uno de nosotros y nosotras, y Luna Bengoechea lo sabe bien.
Sus piezas de frutas y verduras realizadas en escayola de la serie It´s alive muestran figuras seriadas con forma de papaya, pepino, maíz y tomate. Cuatro alimentos básicos, provenientes de América y Asia, que han acompañado al ser humano desde tiempos remotos. Y, sin embargo, hoy en día, es difícil conseguir una fruta o verdura que sepa o huela. Parece una contradicción, un juego de prestidigitación, una fruta que no es fruta, que la ingiero como tal, pero que no me alimenta, que no me satisface, que me deja el mismo vacío que si hubiera comido una de las bonitas y mortecinas frutas de escayola de Luna Bengoechea. Estas bellas piezas tienen aquello que Benjamin supo ver en Baudelaire y Grandville, lo vivo y lo muerto, juntos, como pareja dialéctica propia de la modernidad, como un gran drama que se presenta a modo de fiesta macabra a través del consumo. Nada parece ser lo que es. Estas piezas fueron presentadas en el año 2016 formando amplias alfombras donde las figuras estaban dispuestas dibujando estrictas líneas. La referencia a la serialidad subraya la diferencia entre el original y la copia, entre la fruta «fruta», y la fruta que no es fruta, pero que, sin embargo, se presenta como tal. Son objetos de consumo, en última instancia, similares a los que se disponen a lo largo de los miles de kilómetros de metro lineal de las estanterías de los supermercados. Objetos fabricados que son un tipo de fruta y verdura propio de nuestro siglo, que no deja huella, que no tiene olor, que no nos mantiene con vida, pero que, a la par, brilla, me seduce, aparece ante mí como un bello espectáculo: ¿se trata de un alimento o de un objeto de deseo en un escaparate?
III
La serie de fotografías en blanco y negro titulada Spill muestra frutas bañadas parcialmente por un líquido negro. Son imágenes pulcras, asépticas, dominadas por el color blanco, a excepción de la mancha oscura. Podría ser una bonita fruta borracha de chocolate, pero no lo parece. Luna Bengoechea vuelve a jugar a la doble valencia. Sus imágenes están rasgadas. La preciosidad de la fruta se rompe, como en It´s alive, y lo que parece ser, resulta ser otra cosa, porque, obviamente, la fruta está cubierta de petróleo. El denominado «oro negro» ocupa un lugar central en nuestra industria alimentaria, pues su empleo es necesario para llevar a cabo una extracción sin límite de los recursos naturales. Luna Bengoechea cita las palabras de Yayo Herrero, que sostiene que lo que hoy comemos, no es más que petróleo, ya que esta energía fósil es la que ha posibilitado una industrialización radical de la alimentación que requiere de potente maquinaria, productos químicos y una robusta red de transporte que atraviese el planeta de lado a lado. Sin embargo, nada de esto está contenido en la fruta y en la verdura que compramos. Es la magia del capitalismo, amagar las condiciones de producción de los objetos que consumimos, y amagar también, al decir de Benjamin, las relaciones de exhibición y consumo de los mismos. La alimentación se presenta, entonces, bella en su espectacularidad, la fruta brilla más que nunca cuando se dispone en los comercios, pero lleva impresa la destrucción a la que estamos sometiendo al planeta. Eso sí, lo importante es que tenga buena apariencia, que me incite a comprarla, pero que no me hable, que permanezca callada, que no me cuente cuánta energía y cuánto deterioro ha costado que este bonito plátano haya llegado a mi hogar. Lo importante es que la fantasmagoría permanezca siempre viva.
Tinder gold
Adonay Bermúdez
(sobre Idaira del Castillo)
En cambio, la observación se exterioriza cada vez más; el cuerpo que observa y sus objetos comienzan a constituir un campo único en el que se confunden el interior y el exterior. Quizás lo más importante es que tanto el observador como lo observado están sujetos a los mismos métodos de estudio empírico. (1)
El crítico de arte y ensayista norteamericano Jonathan Crary analizó en Techniques of the Observer (1990) la transformación de la mirada en la modernidad, teniendo en cuenta nuevas formas de observación condicionadas por el desarrollo tecnológico y los cambios en la percepción subjetiva. Crary argumentó que la mirada no es un acto neutro ni universal, sino una construcción histórica determinada por los dispositivos ópticos y las condiciones socioculturales de cada época. Esa consciencia de lo voyeur, interpretada como la observación furtiva o la mirada indiscreta, se erige como un mecanismo sumamente atractivo para teorizar sobre las dinámicas entre lo público y lo privado, entre el espectador y la obra o entre el sujeto y el objeto.
Idaira del Castillo, con su aguda capacidad de observación, construye escenarios en los que la mirada adquiere un papel preponderante. Eso sí, su enfoque voyeurista se aleja en todo momento del male gaze(2), es decir, de aquella mirada masculina o masculinizada que el cine ha perpetuado durante décadas y sobre la cual disertó en 1975 la teórica británica Laura Mulvey. Con nuestra artista los personajes no son observados como objetos ni queda patente una relación desigual de poder entre el sujeto que mira (activo) y el que es observado (pasivo). Tampoco se ofrece esa sensación de encierro, pese a que la acción se pueda desarrollar en un espacio acotado. Al contrario, del Castillo genera ambientes donde el voyeur -es decir, nosotros mismos- forma parte de la propia escena -a veces como coprotagonista y otras como mero figurante-, propiciando dinámicas afectivas entre el observador y el observado marcadas por el diálogo horizontal y el respeto.
La teórica estadounidense Rosalind E. Krauss, recordando los textos de Jean-Paul Sartre sobre la archiconocida Étant donnés (1946-1966) de Marcel Duchamp, reflexionó, por así decirlo, sobre un tercer personaje: aquel que observa al voyeur. ¿Y qué ocurre si el voyeur se descubre observado? ¿Qué sucedería si alguien nos sorprende acechando a los personajes de Idaira del Castillo? Con todo y como sabemos, lo que seguidamente acontece en este escenario no es la representación del espectáculo, sino la interrupción del acto.(3) El voyeur se solidifica, el cuerpo del observador [se convierte] en un objeto para la conciencia(4), se hace visible ante los demás y su espionaje se transforma en un episodio compartido y, por ende, en una mirada colectiva. Sartre afirmó que ese voyeur que ha sido cazado por un tercero pierde poder y asume un posicionamiento de vergüenza frente al cazador. Poco después de poder ver somos conscientes de que también nosotros podemos ser vistos(5), nos recuerda el crítico de arte británico John Berger. Sin embargo, en la obra de Idaira del Castillo, seguramente por la carencia de mirillas y desnudos, ocurre todo lo opuesto, existe un reconocimiento en el Otro y se refuerza esa sensación de grupo, al fin y al cabo, en pleno siglo XXI con las todopoderosas redes sociales, todos somos voyeurs.
En este sentido, Idaira del Castillo no solo documenta lo cotidiano, sino que lo reconfigura y lo transforma en ese lugar perfecto para reflexionar sobre la mirada y sus implicaciones éticas. El acto de mirar lo cotidiano, como quien se deleita con una función teatral que evidencia las tensiones habituales entre la realidad y su representación, provoca una experiencia estética que cabalga entre la familiaridad y la transgresión. Del Castillo nos teletransporta al siglo XVII, a las escenas domésticas popularizadas por la pintura holandesa en las que el espectador acepta el papel de un observador silencioso. Recordemos piezas como La lechera (1658-1660) de Johannes Vermeer o La última gota (1629) de Judith Leyster en las que se revelan momentos íntimos, aparentemente banales y ajenos al ojo del espectador, cuya mirada irrumpe de manera intrusiva y adopta la posición de un observador externo que profana los límites de la privacidad ajena. Idaira del Castillo recoge este testigo y nos introduce en la satisfacción del mirar que trasciende la mera percepción, después de todo, observar es también un acto de entrega. Realmente no son del todo relevantes las acciones que desarrollan aquellas personas que están siendo observadas, da igual si el personaje vacía una jarra de leche o está mirando el teléfono móvil; lo que verdaderamente le interesa a la artista es esa invasión de lo privado y la posibilidad de vernos reflejados en el Otro.
Se divisan desde sus respectivos territorios, del otro lado cada vez. Parece casi el recuerdo diluido de un reflejo, aquel que juega un papel básico en el complicadísimo proceso de la conformación de la subjetividad: somos conscientes de nuestro Yo a través de la visión del Otro.(6) Aquí Estrella de Diego, con una clara referencia lacaniana, nos ayuda a resaltar dos aspectos sumamente relevantes en el trabajo de Idaira del Castillo: por un lado, ese Yo como constructo estructurado a partir de la relación con el Otro empleando para ello la cotidianidad y, por otro, el reflejo de la propia artista, es decir, el autorretrato. Llegados a este punto es preciso incidir en la necesidad de olvidar la visión clásica de la autorrepresentación fidedigna y, por contraposición, abrazar una interpretación mucho más abierta donde las posibilidades autorreferenciales sean más tenues. Desde los inicios de su trayectoria artística, Del Castillo ha recurrido reiteradamente a la representación de escenas de carácter íntimo, muchas de ellas basadas en sus propias vivencias. No obstante, en otros casos, su producción se nutre de figuras anónimas o imágenes extraídas de internet, como es el caso de Tinder Gold. Incluso en estos casos, la artista establece un diálogo con su identidad, incorporando sutiles referencias a su subjetividad.
La obra en cuestión presenta la imagen de una joven ataviada con encajes, absorta en la pantalla de su teléfono móvil. El título de la pieza sugiere que la protagonista está navegando en la versión de pago de una popular aplicación de citas, lo que sitúa la escena en un contexto fácilmente reconocible dentro de la experiencia contemporánea. La familiaridad de esta imagen radica en la omnipresencia de plataformas como Tinder en las dinámicas relaciones actuales, ya sea desde la experiencia personal del espectador o desde su conocimiento indirecto. Sin embargo, el interés de la obra se intensifica al comprender su dimensión autorreferencial: la artista proyecta en esta representación un reflejo de su propia experiencia dado que, en un periodo determinado, utilizó dicha aplicación. Es en este momento en el que resuenan las acertadas palabras del comisario y crítico de arte Carlos Díaz-Bertrana al definir el trabajo de nuestra artista como una poética que es tan intimista como universal.(7)
Idaira del Castillo es intimidad y cotidianidad, es observación y una secuencia de instantes en apariencia insignificantes o triviales, pero imbuida de una profunda carga emocional y simbólica. Es luminosidad, tejidos recuperados y tonalidad melancólica.(8) Es pintura, ritmos, estridencia cromática y texturas. Es nostalgia, una gata y una sonrisa desencajada. Es distorsión, recuerdos y rotuladores Carioca. Adentrarse en el universo descarado de nuestra artista implica dar vía libre al encuentro, al movimiento, dejarse atravesar por el equívoco(9), que diría la comisaria y crítica de arte Dalia de la Rosa. Idaira del Castillo seduce, hilvana y atrapa, es con quien no puedes evitar hacer un match en Tinder.
(1) Crary, Jonathan: Techniques of the observer, on vision and modernity in the nineteenth century. MIT Press. Massachuset, p 73.
(2) Mulvey, Laura (1975). Visual Pleasure and Narrative Cinema. Screen, Volume 16, issue 3 Autumn, p 11.
(3) Krauss, Rosalind E.: El inconsciente óptico. Editorial Tecnos. Madrid, 1997, p 122.
(4) Krauss, op. cit., p 123.
(5) Berger, John: Modos de ver. Editorial Gustavo Gili. Barcelona, 2001, p 15.
(6) de Diego, Estrella: No soy yo. Autobiografía, performance y los nuevos espectadores. Ediciones Siruela. Madrid, 2011, p 60.
(7) Díaz-Bertrana, Carlos (2022): Idaira del Castillo, el dibujo umbilical. Canarias7.
(8) Castro Flórez, Fernando: Hilvanando la vida. [Consideraciones sobre el imaginario cotidiano de Idaira del Castillo]. CAAM – Centro Atlántico de Arte Moderno. Gran Canaria, 2025, p 16.
(9) Cita extraída del texto Dibujar contra el olvido: madriguera, gato y olor impregnado escrito por Dalia de la Rosa con motivo de la exposición Mercurialis annua Hyles tithymali o Juguito de ortiga mansa para Esfinge Canaria de Idaira del Castillo en la Casa-Museo León y Castillo de Telde. Gran Canaria, 2023.
Después de la atmósfera acerada: densidad y vibración.
Dalia de la Rosa
(sobre Alejandro Correa)
… apenas hemos comenzado a dar los primeros pasos y en la que, nunca antes, la contingencia abarcara tantos potenciales éxitos y avances como fracasos y retrocesos. Condición ésta que, siempre podemos concluir o aplazar, considerando que: lo que tenga que pasar, no ha pasado aún; pero, al ritmo que van las cosas, pronto lo veremos.
Ernesto Valcárcel.
En febrero de 2013, por primera vez me crucé con una obra que se fijaría a lo largo de los años no solo en mi imaginario, sino, también, en el de todas las mentes que se ven atraídas por imágenes que nos tensionan hacia el borde. En esos años, no podíamos vivir de espaldas a la crisis económica y las asambleas ciudadanas, los cambios políticos y el vértigo generacional hacia el fracaso. De alguna forma, toda la generación de personas nacidas en los 80 hemos vivido ciertos cambios de paradigma; como que la cultura del esfuerzo es una herramienta del capitalismo, que el fracaso es un estadio más de la vida y que nos enfrentaríamos a unas contingencias dentro del estado del bienestar que obligarían a repensar la relación con lo colectivo, la noción de consumo, la fragilidad de la naturaleza y que, en el fondo, pertenecemos a una comunidad simbiótica que no solo se basa en la relaciones humanas, sino, también con lo no humano.
Esas contingencias no son estáticas, se nos presentan cada cierto tiempo y nuestra memoria histórica nos obliga a pensar, repensar y posicionarnos críticamente ante las condiciones en las que existimos. De forma que el tiempo no nos permite una contemplación estática de la historia, sino que ésta se relaciona con nuestras mentes casi como un espejo, como un asomarse al pasado desde el presente de una forma constante. Quizá, todas estas cuestiones parecen desconectadas e incluso banales las relaciones entre sí, pero en 2013 Alejandro Correa Izquierdo presentó en la Galería Stunt unas pinturas que me situaban en una tentativa parecida y a la que todavía no sabía darle nombre. Hasta hoy.
Hoy, como en esos años, el trabajo de este artista se siente —porque sentirlo es el camino más adecuado para relacionarse con él— misterioso y corren a primera línea de nuestra memoria imágenes de la historia del arte, de la estética romántica inglesa y alemana, pero, también, de la literatura y poesía…. Pienso en el ambiente de Fausto de Goethe, en los relatos de Poe. Pero, lo que se va rearmando en mi cabeza, hoy, es cómo toda esa cultura occidental va desembocando en una estética, vigente en la actualidad, que ha modelado nuestra forma de relacionarnos con la belleza, con lo social, con lo político e, incluso, con el territorio. El Romanticismo es una corriente de pensamiento y estética que va a la par del desarrollo humanístico, de las ciencias, de las exploraciones, pero desde un cierto malestar puesto que, los románticos “notaban ya el crecimiento de lo racional y lo instrumental […] empezaba a resaltarse la idea de que la naturaleza tiene como base un mecanismo que se puede conocer, que se puede utilizar para los propios fines”(1). El mundo se disponía como un mecanismo en plena Revolución industrial y no dejo de pensar, hoy, que los primeros personajes representados por Correa Izquierdo en sus obras de 2013 eran potenciales protagonistas de una historia social que se movían en una atmósfera de acero, de humo, hierro y evolución técnica y que la naturaleza contestaba con aquellos árboles incipientes de troncos ramificados y hojas oscuras en un contexto en que parecían entreverse arquitecturas. Hoy, solo puedo conectar aquellas imágenes con el bagaje que se ha ido apuntalando en estos años.
Intuyo que desde este lugar se posiciona Correa Izquierdo, aunque supongo como escribe Ernesto Valcárcel en un texto sobre este artista de 2019, que Duchamp tiene razón y, una vez que la obra sale fuera del estudio, los sujetos que miran tienen sus propias interpretaciones del hecho. A lo largo de los años, he intuido que la relación entre materia pictórica y discurso del artista van de la mano, aún si explicitarse nunca más allá del poder de la introspección, la necesidad de evidenciar la importancia de la naturaleza y cómo los sujetos se relacionan con esos dos espacios simbólicos apareciendo y desapareciendo del marco de referencia de su pintura. Así, rememorando de nuevo a Valcárcel, me encuentro “orientado[a] por mis propias sensaciones” ante una obra de una densidad muy baja, que es de una quietud tan fuerte como la de la pintura más abstracta, que deja paso a un lugar en el que imaginación y recuerdo conviven como materias en vibración constante. Esta vibración, sobre todo ahora en las imágenes que forman parte de esta exposición en 2025, se traduce en una imagen tintineante que vibra y se está formando desde la lejanía hasta el primer plano. Es decir, toda la escena se desarrolla casi de forma cinética y cuando llegas hasta nosotras notamos ese latir, incluso podemos notar su composición.
En estas obras, como en muchas, incluidas las más abstractas mediante miles de puntos, esa sensación de crecimiento es evidente, como una luz densa que viene desde el final del cuadro. Ese fogonazo es, para mí, la evidencia de que, más allá de la intención del artista, lo que vemos son chispazos de la actualidad, de las preguntas que nos interpelan, de las situaciones que nos rodean, de los miedos que nos acusan y de que tanto el tiempo como la materia son dos ámbitos perecederos. Correa Izquierdo parte de la imaginación como espacio de creación de sus escenas o intenciones, pero la observación de su contexto —vive en un lugar apartado, rodeado de naturaleza— es determinarte para narrar no solo las imágenes referentes que tienen la capacidad de hacernos preguntas, sino, también, generar las confluencias visuales.
Esta capacidad de observación, la imagino como un acto de disociación, que le permite casi una transcendencia de la mirada al observar algo concreto. Una mirada transcendida, que nos aparta el ruido y se concentra en detalles como la luz, la materialidad de la naturaleza y la arquitectura que en ocasiones aparece. Esta forma de mirar es celular, separa y distingue lo micro de lo macro y desglosa en una infinidad de movimientos pequeños que parecen estar formando químicamente la materia de la imagen. Me pregunto, ¿no estaremos ante imágenes que hablan del origen y clausura del mundo, de imágenes de nuestra generación que nos hablan a la cara? Más allá de buscar unos referentes como, torpemente hice en 2013, ahora me doy cuenta de que lo que Alejandro Correa ofrece es su forma de entender el mundo, de analizar su funcionamiento, pero en la esfera de lo infinitesimal, como miles de partículas temblorosas que van formando la materia que nos conforma y que se sienten imantadas alrededor de un núcleo —quizá como el de la Tierra— formando líneas de sentido, espacios de significado y equilibrio; esto es, líneas de horizonte.
El horizonte a lo largo de la narrativa de su pintura ha ido cambiando y las figuras, arquitecturas y naturaleza se han ido relacionando con esa pérdida, ausencia o disipación para ir constantemente reordenándose. Reitero, a veces toda su obra parece un viaje cósmico, en el sentido de unas partículas que se aproximan unas a otras y van formando imágenes del pasado y del presente sin la presunción de un futuro sideral. Si en 2016 con Horizontes, se producía un feliz alineamiento de una geografía natural, donde el aire no estaba del todo saturado y los árboles eran sobrecogedoras estructuras, casi sagradas y de una belleza mística; da la sensación de que en 2019 comienza a producirse un cambio de perspectiva o un ahondamiento. Inciso, no sabemos si Correa simplemente escudriña el cielo, un suelo o amplía la materia tantas veces como para descomponer la realidad. Ahí, en DUM, perdí mi horizonte, me desestabilicé, pero, por alguna razón no terminé de romperme porque, afortunadamente el cuadro/lienzo es finito y conseguí salirme de él. A veces, el mero hecho de contemplar es un acto de abandono a lo que estás mirando y no siempre es fácil salir indemne de algo que apela a tu forma de mirar y de entender lo que te rodea. Porque todo gesto está connotado, pone nuevos significados sobre la mesa o actúan, de nuevo, como un espejo. De nuestra parte está, relacionarnos con lo que nos devuelve de una forma violenta o sosegada.
Mientras estos horizontes van cambiando la ordenación de la materia, el tiempo va ocurriendo. Así, el Mientras para el artista se encarna en una preocupación que en el fondo ha atravesado toda su obra desde el principio, el tiempo, tanto a nivel abstracto como en su cualidad carnal de oxidación de la materia. Y esto me reconecta con la primera impresión de aquella Atmósfera acerada de 2013.
Han pasado los años y veo mucho más que una filiación tardo-romántica, percibo una forma de indicarnos su visión del mundo, del interior, del cuántico. Escenas sin un orden temporal han pasado frente a nuestros ojos, a veces muy difusas y otras totalmente abstraídas de una representación concreta. Porque ya no es moral este “terror deleitable” o “futuro romántico” del Romanticismo, ahora el cuerpo visual que nos rodea es de tal crudeza, que es capaz de adormecer el nervio crítico, de hacernos sentir separadas totalmente de las realidades en conflicto que están al otro lado de la pantalla.
Es por este motivo, como ya ocurriera con aquellas piezas, que la obra del artista supone una constante dicotomía entre el acto de resguardarse en un refugio y la sensación de estar ante algo totalmente conectado con nuestro tiempo, ese mientras de Correa. Desde este punto de vista, su práctica pictórica es disidente, está fuera de toda nomenclatura contemporánea vacía y es, también, un señuelo para aquellos ojos cansados o superficiales que solo quieren descansar. Pero, señuelo al final, porque te estás llevando contigo una imagen que te va a preguntar más adelante, que está connotada sobre las dinámicas de relación entre sujetos, entre sujetos y entorno y cómo éste es una potencia segadora que se vuelve contra sí mismo y todo lo demás…. Y, en ese punto, nos encontramos; en una lugar denso y vibrante al borde de la línea de horizonte.
(1) Safranski, Rüdiger. (2009). Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán. Barcelona: Tusquets Editores, p. 174, 175.
Triálogo de fonoficción
Diana Padrón
(sobre Federico García Trujillo)
You can feel the beat…
pero la música solo comenzó a darse después de la expansión.
Al principio, todo estaba en un punto
¿te acuerdas?
Antes de todo, antes del espacio, antes del tiempo, estábamos apretujados en un solo punto. No había arriba ni abajo, ni dentro ni fuera, pero ahí estábamos, bien juntitos, sin espacio para estirarnos ni bostezar del aburrimiento… hasta que por fin Italo Calvino decidió que todo explotara y ¡boom! …nos dispersamos entre las galaxias. Solo entonces comenzó a darse un ritmo en el cosmos, una música…
.. . . . . . . . . . . and I can sing the song.
Desde entonces no habíamos vuelto a encontrarnos
¿verdad?
Parece que el Telescopio Hubble ha confirmado la expansión rítmica del universo, pero esto era algo que no sólo había sido intuido por Pitágoras, sino también por John Cage y desde luego los Space Cats, quienes desde Witbank crearon un afro-disco crudo, sin pulir, repleto de capas cósmicas, para atravesarlas bailando.
But are you gonna dance?
Creo que sí, que vas a tener que hacerlo: hace meses y meses que Federico García Trujillo ha ido pintando su Space Cat con paciencia, capa a capa, al ritmo de la música. Por cierto, ¿sabías que el término latino capa comparte etimología con la vestimenta con la que Dante se imaginaba, primero descendiendo cada estrato de la corteza terrestre hasta el Infierno y atravesando cada esfera del Paraíso después? Cada una de esas fases representaba un proceso de aprendizaje, un proceso destinado a adquirir una capacidad, un conocimiento…
¿Ah, sí? ¿Eso crees? Pues tienes razón… esa forma de imaginar el mundo la encontramos hoy en los videojuegos. En Gravity Rush, por ejemplo, es posible colarse a través de grietas en el tiempo, fase a fase, capa a capa, para reconstruir el significado de nuestra memoria…gracias a un gato venido del espacio. ¡Claro, de eso se trata! ¡De recorrer cada una de estas fases de trabajo, cada capa de pintura, para dar con las múltiples significaciones de la imagen! ¿Qué cómo puedo hablar de imagen si estamos delante de una pintura? A ver, según tengo entendido, la pintura devino imagen, es decir, artefacto, cuando pasó de ser una dimensión bidimensional para convertirse en un palimpsesto de representaciones. Debajo de una imagen, siempre hay otra imagen, decía –hace un rato– Douglas Crimp.
Or do I have to play it harder?
Debajo de cada pintura de la serie P. As Music de Federico García Trujillo subyacen más imágenes o ready-mades, representaciones encontradas o apropiadas, qué más da, de lo que se trata es de reconocer esas múltiples significaciones –decisiones– que se dan con cada capa de pintura. Sí, claro, puedes llamarlo “conceptualismo pictórico” y sí, desde luego que debe haber tenido en cuenta la obra de Gerhard Richter.
¿Cómo? ¿Qué te han dicho que una pintura solo puede ser bidimensional?
¡Shhh…! ¿Has oído eso?
“Non ragioniam di lor’, ma guarda e passa”
… lo acaba de decir el gato misterioso, justo un instante antes de darnos la espalda, pasando sigiloso entre esa nieve cósmica. Nuestro gato –una especie de Virgilio de la época Instagram– parece que nos invita a hacer un viaje geológico hacia el interior de la pintura y se ofrece de guía para acompañarnos a atravesar cada estrato. Habrá que hacerlo bailando, desafiando la gravedad, a través de una ficción sónica, una fonoficción que “abre la vida secreta de las formas”, ¿a que sí, Kodwo Eshun? ¿Y si acabamos en el infierno o, lo que es peor, sin música, en un solo punto?
Let’s get dooown; to Mother Earth.
Proyectar la herida: Ritualidad, comunidad y memoria
Eduardo Caballero
(sobre Romina Rivero)
Resulta imperativo volver a abrir una herida si existen signos de infección o si la cicatrización ha sido defectuosa, ya que esto puede generar dolor crónico o movilidad reducida, también, si la herida cerró con cuerpos extraños atrapados en su interior, es necesario abrir para extraerlos.
¿Puede que existan heridas compartidas? Personalmente pienso que sí, que son cada vez más numerosas y que no necesariamente son compartidas por vínculos de proximidad, tampoco pienso que sepamos exactamente donde se encuentran estas heridas, lo que sí sabemos es que duelen o al menos molestan e impiden el libre movimiento.
Si no sabemos en qué lugar se encuentran estas heridas, ¿por dónde abrimos para sanarlas? Intuimos, presentimos cuerpos extraños, ajenos, con los que anhelamos mantener un vínculo más directo, para deshacer la ajenidad, para detectar la herida e intervenir de forma óptima. Sin embargo, hace ya mucho tiempo que quedaron atrapados bajo la sutura de una herida mal tratada. La alternativa, entonces, se encuentra en la posibilidad de desarrollar una forma de diagnóstico espectral, ahondar en la capacidad de explorar lo no visible, de percibir las resonancias que permanecen atrapadas, de dialogar con los fantasmas, con lo no vivo, para traer al presente, traumas del pasado que duelen hoy profundamente, muy adentro de unas heridas cauterizadas con plomo, cuyas secuelas tóxicas complejizan hoy la posibilidad de sanación. Lo espectral exige habitar un tiempo dislocado que transite y entrelace libremente el pasado y el presente, que transcienda la lógica impuesta de un tiempo lineal y advierta que lo que se presenta aparentemente distante quizás está mucho más cerca.
Abrir y reabrir esas heridas permite ahondar en los relatos que han sido ocultos bajo las cicatrices, en las historias de vida de Otres que contribuyan hoy a impedir el avance eterno de la Otredad como una de las bases del mundo que habitamos y que dificulta la dignidad de la mayor parte de quienes lo conforman.
Habitamos un marco de realidad tan arraigado que se vuelve invisible a nuestra percepción. Nos desenvolvemos en él, nos transformamos dentro de sus límites, sin detenernos a notar su presencia, cuestionar sus contornos, detectar las heridas que inscribe en nuestro cuerpo. Complejo y necesario el ejercicio de situarse en los límites, en lo ininteligible, cuestionar el lenguaje porque incluso las palabras traicionan en la construcción de una realidad alternativa, vienen regladas, impuestas desde el centro y desde arriba, suplantando otros sistemas de comunicación como la oralidad de las culturas indígenas que no solo han sido vehículo de información, sino formas de conexión profunda con el entorno, la memoria colectiva y lo espiritual.
La pieza Yo merezco de Romina Rivero fue construida en una comunidad integrada por cinco mujeres, lo que le confiere a la obra una potencia singular y diferenciada. Por paradójico que parezca, en el momento actual, el gesto de afrontar un acto vital—en este caso, la construcción de una obra de arte—de manera colectiva, es en sí mismo un acto disruptivo. El sistema que hoy nos estrangula ha centrado su estrategia de acción en el individualismo, desarticulando los lazos que sostienen lo común. Revertir esta dinámica se vuelve una urgencia inaplazable para comenzar a afrontar la crisis ecosocial que hoy nos atraviesa.
La pieza nace con la formulación de un texto que funciona casi como un mantra, un ritual, que a través de la repetición de “Yo merezco” al principio de cada enunciado se convierte en una herramienta performativa de resistencia y afirmación del ser. En esencia, el texto alude a la dignidad humana y el derecho a la plenitud vital, lo cual, debería ser algo intrínseco a la existencia, pero termina convirtiéndose en algo que debemos reivindicar o tomar conciencia de su ausencia.
Lo que se presenta en la obra es el registro acústico de este texto, donde la forma de onda sonora se materializa de dos maneras: Por una parte, a través de un gráfico elaborado en pan de oro, por otra, mediante la sutura del tejido del lienzo, que a su vez revela una herida. De ella emergió en oro la energía generada por el sonido del ritual, que reclama aquello que debiéramos tener garantizado como humanos. La sutura de la herida transcurre por aquellos pliegues por donde es imperativo abrir para propiciar la sanación de todo aquello que imposibilita la dignidad humana y el disfrute de una vida plena.
La vegetación, las flores, crecen verticalmente apoyadas en los intersticios que la sutura y el gráfico sonoro generan, irrumpe así una presencia no humana que nos interpela al reflexionar sobre todo lo anterior, evidenciando que la posibilidad de una vida plena necesariamente debe incluir la vida plena de otras especies. A su vez, esta vegetación enlaza con la noción de un cuidado femenino del ritual, de la herida, de la cicatriz, que la mujer practica y domina desde épocas pretéritas, albergando, entre otros, el conocimiento acerca de las plantas medicinales y sus formas de uso, conformando la base de la medicina moderna. Según la investigadora ecofeminista Carolyn Merchant, el método científico moderno reemplazó la cosmovisión orgánica que veía en la naturaleza, en las mujeres y en la tierra las madres protectoras, por otra cosmovisión que las degradaba a la categoría de recursos permanentes.
La obra Cicatrices sin dolor tiene un componente mucho más íntimo, un cosmos personal que va tejiendo una línea de vida en busca de la dignidad y plenitud ya mencionadas. Ambas piezas se entrelazan en una relación simbiótica indispensable: no se trata de oponer individualidad y colectividad, sino de reconstituir su equilibrio. La sanación y los cuidados deben recuperar su dimensión comunitaria sin anular la autonomía individual, reconociendo que solo en la interdependencia es posible la plenitud.