«El pensamiento es el resultado del cuerpo entero»
Émile Zola
«Apareció en escena como un súbito estallido», dice Werner Herzog a propósito de la expresión artística en su documental, La cueva de los sueños olvidados, sobre las pinturas descubiertas en la cueva de Chauvet, al sur de Francia. Refinadas y bellas, situadas en las profundidades de la cueva, donde no llega la luz solar, suponen un gran misterio para los científicos, que se preguntan cómo es posible que los humanos del Paleolítico, a los que atribuimos la preocupación primordial de la supervivencia, superaran el riesgo de adentrarse en medio de la oscuridad hacia la matriz de la tierra. «En ellas contemplamos el arte en toda su desnudez, desprovisto de cualquier apropiación discernible, algo que puede trastornar nuestra sensibilidad secular al situarnos no ya frente al misterio de la naturaleza, sino de manera aún más perturbadora, frente al enigma de nuestra propia presencia en un mundo que creíamos físicamente coherente», apunta J.F. Martel. Parecen pertenecer a «un universo distante y familiar». Como brota un dolor interno, de repente, que nos obliga a tomar conciencia de que ese órgano, que ha revelado súbitamente su existencia, siempre estuvo ahí, forma parte de nosotros.
«El pensamiento es el resultado del cuerpo entero»
Émile Zola
Jesús Zurita lo ha dicho y lo ha escrito en varias ocasiones: lo vegetal en su obra funciona como metáfora de la carne, de lo humano. Sus paisajes de entrañas nos obligan a experimentar una génesis pasiva de la conciencia que nos somete, por un proceso empático, al efecto perturbador de lo idéntico. Asimismo, la revelación evidencia una carencia anterior a ésta que deviene en extrañeza. Nos percibimos como un “Otro” que nos precede y nos posee. Con todo, esa percepción de lo personal como un “Otro” responde a la oposición entre conceptos tan contrarios como idéntico y extraño, y en ese marco entre lo que nos provoca espanto por ser conocido y asombroso por desconocerlo es donde nos sitúa el artista.
Si entendemos la piel como un límite que separa el adentro del afuera, debemos interpretar que todo aquello que rebasa la frontera se opone al “Yo”. La carne, en este caso, está madura, barrunta la putrefacción, y no hay nada más abyecto que la confrontación con nuestra condición de vivientes. La fascinación que despierta la observación de aquello que nos habita —como fluidos o vísceras— fuera de nosotros nos obliga a oscilar entre un polo de atracción y otro de repulsión que fuerza la alteridad.
Como ocurre con las pinturas de la cueva de Chauvet, la serie de cuatro lienzos que abre la exposición recoge una colección de imágenes que parecen surgir de la oscuridad. Algunas de ellas evocan, de nuevo, formas orgánicas en las que advertimos una huella artificial, y por ende, humana. El pigmento azul recuerda al óxido de cobre que en la cerámica tradicional china se utilizó para lograr una tonalidad concreta y, en cualquier caso, remite a una práctica ancestral cuya finalidad es la de contener materia en su oquedad. En No hay nadie. Necesariamente aparece una forma serpenteante y luminosa que se encara con otra que permanece en la sombra.
Allí será aquí y Aquí será allí hacen alusión a dos historias recogidas en el Génesis que siembran confusión, pues los protagonistas de ambas comparten nombre: Enoc. Uno es hijo de Caín. El ángel caído fundó la primera ciudad para celebrar el alumbramiento de su primogénito después de ser condenado a vagar eternamente por la tierra tras cometer farricidio. El otro es el bisabuelo de Noé. De él se dice que, ante lo que habría de acontecer, Dios se lo llevó para evitar que viese muerte. Nunca fue hallado. Enoc es aquí, al mismo tiempo, un territorio habitado por los impíos y dos personajes que podemos describir como antagónicos: el primero «es el receptor de la primera herencia, es la transmisión del estigma de Adán y de la abyección de Caín a la humanidad. Está en el manantial de nuestras infecciones», dice Zurita. El segundo «es el vacío desde el que parte el resto de su genealogía. Su legado se cronifica en nuestra posteridad». Ambas piezas configuran una arquitectura en cuña que alberga un espacio interno y cuyo vértice converge en nosotros si nos decidimos a otearla.
Pólenes, el título escogido por Jesús Zurita para esta exposición, es, como cabría esperar, muy significativo. El polen nos precede. Viaja en los vientos más antiguos. Nos impregna y nos invade para alojarse en cualquier recoveco de nuestro organismo sin permitirnos la huida. Nos contamina, y sin embargo, también nos nutre.