La obra del escultor español Carlos Nicanor reposa sobre el legado surrealista de André Bretón, los dadaístas y la palabra-objeto de Joseph Kosuth, pero también sobre una importante herencia de escultores y artesanos canarios. Con todo este diverso legado, Nicanor ha llegado a ser tan tradicional en la forma esculpida que, el solo hecho de tal exceso, ha despertado el cuestionamiento. Pareciera que “amasara” la madera como si no existiese dureza alguna en ella para luego presentarla como esa forma casi (imposiblemente) suave, orgánica, libre, suelta, con autonomía. Su trabajo constituye, en no pocas ocasiones, un reto a la física y a la lógica del material, así como a la sensibilidad humana. Nos recuerda que el arte viene del handmade -sin excluir el componente intelectual- y que tanto el proceso de cocción como de percepción se desarrolla a un tempo diferente del de la vida contemporánea.
Desde que conocí a Carlos Nicanor en el 2017, ya en un estadío de madurez de su carrera, supe que era un artista genuino, de los que ya no abundan. Era marzo y tenía una exhibición personal, Neomismos, en la galería Artizar en Tenerife. Me sorprendieron tres cosas: su humildad; su valentía con los materiales y las escalas, y la poesía en su obra. Y es que en el trabajo de Nicanor, la ejecución es tan poderosa como su idea e incluso, a veces, la primera suele superar o enriquecer aún más la segunda. La elección de sus materiales forma parte de su statement: la madera, el metal, los hilos y el papel. De ellos se derivan experiencias sinestésicas: Do (escultura sonora, 2011), Instrumento insonoro (2017), Madera líquida en su estado sólido (2010), Retrato de la Familia iReal (2017-2020), por solo citar algunos ejemplos. Carlos juega con la dualidad de la forma y la palabra, y las aúna en versos llenos de ironía y sarcasmo como recurso lúdico, una característica propia de la insularidad.
Estas paradojas entre imagen y texto son muy visibles también en su escultura concebida como instalación, en esa escultura expandida que, como bien conceptualizara Rosalind Krauss en los años sesenta, tensa los límites y explota hacia otra solución que no es más la tradicional. En estos espacios donde habita el cuerpo de la obra, conviven silencios y como en música, ellos también son piezas musicales. Así sucedió en el Espacio Cultural CajaCanarias con la obra Icor (2020). El fluido dorado que corría por las venas de los dioses e inmortales -o Icor- fue representado con hilos rojos como síntesis de la propia sangre y sus fluidos, pero también a modo de sistema de seguridad con láser de museos. El espacio transitable se volvió tan angosto como el mito que profesaba. Se decía que era tóxico para los mortales, matándolos instantáneamente. Nicanor activó con esta obra el espacio interior sin ocultarlo e involucró al espectador de manera física.