Exposición_

ROBERTO DIAGO

LA OSCURIDAD FUE EL PRINCIPIO

Centro de Arte Juan Ismael · Fuerteventura · España

6 JUL – 23 SEP. 2023

Casa de América · Madrid · España

11 OCT – 9 DIC. 2023

comisario_ OMAR-pascual castillo

Produce_ Galería Artizar

CENTRO DE ARTE JUAN ISMAEL

FUERTEVENTURA · ESPAÑA

LA OSCURIDAD FUE EL PRINCIPIO

Apuntes sobre una cosmogonía desde la obra de Roberto Diago

 

Omar-Pascual Castillo

 

Dice Ifá:

No hay nada más bonito

Que un día tras el otro

 

Proverbio yoruba

 

1

La obra del prolífero artista cubano Roberto Diago (La Habana, 1971) ha alcanzado paulatinamente una consolidación que lo ha convertido en uno de los creadores más destacados de su generación, dentro y fuera de su isla natal; con el transcurso de más de tres décadas de trabajo, se ha ido edificando como un corpus incuestionable, entre otras cosas, justamente por su rotundidad, su innegable acertada frontalidad que abraza.

 

Siendo un arte que siempre evoca al abrazo -según mi mirada- porque hay algo en su constitución en muchos casos grandilocuente, por lo que podríamos decir que nos parece que esta es una producción braceada, más que manoseada, a veces, porque además tiende a estirarse en el espacio como un derrame, una quiebra, un manotazo en los ojos, más que una caricia, y esta violencia indica la fuerza del brazo, más que la delicadeza de la mano. Aún cuando la mano, detallista y precisa es, cuando él quiere, que sea la que signa el camino de entrada a su universo.

 

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Dicho esto, hagamos una pausa. Hace más de veinticinco años no trabajo con Diago, el motivo fundamental, mi traslado definitivo a vivir a España, y que no había podido pasar hasta hoy. Como muchas veces he dicho, a pesar de ser considerado desde el momento cero un curador cubano en Europa y que desde siempre se espera de mi ofrezca arte latinoamericano, cuando llegué a tierras españolas nuestra isla natal ya no estaba de moda, más bien estaba sobre expuesta, por tanto el destino así lo quiso: no le demos más vueltas. Por ello, después de tantos años de no poder acercarme a su trabajo estoy obligado a hacer historia. Me obliga a hacerles saber que debemos observar su obra como la de un hombre negro, habanero, descendiente del gran pintor de la Vanguardia Histórica Cubana, Roberto Diago (su abuelo paterno) y de una familia de músicos y profesores de música, los Urfé(1), los hermanos de su abuela paterna; eso que en nuestra Cuba natal dirían “un negro de caché, de alta alcurnia, un negro fino, educadísimo”, pero nunca un bitongo, un malcriado burgués. Sino el portador de un legado. El Príncipe Heredero, le decíamos en broma sus amigos. Aún sin saber cuánta verdad había en ella.

 

Por mucho que lo quiera o no, Diago, tiene una dote simbólica excepcional. No conozco a otro de mi generación que puede contar como anécdota autobiográfica (y que sea creíble y verosímil) que dibujaba de niño con René Portocarrero, Raúl Milián o Mariano Rodríguez y que el dibujo era uno de sus “entretenimientos preferidos” y de su familia, que preferían darle un trozo de papel y una crayola (ese nombre cubano del pastel graso)  para que no se fuese a mataperrear a la calle o a jugar a la pelota en las cuatro esquinas. O no muchos crecieron mirando en las paredes de su casa familiar de Pogolitti, algún dibujo de Picasso, varios de Lam, algún Abela, alguno que otro de Doña Amelia Peláez. Dato que recuerdo, porque también fui un privilegiado cuando mi madre fue editora de Letras Cubanas y pude conocer de niño a Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz o Dulce María Loynaz, entre muchos otros; y esta anécdota vital, se la conté a Diago cuando nos conocimos y esa complicidad nos unió. La complicidad de sabernos extrañamente afortunados, porque además ambos somos nacidos y criados en barrios periféricos habaneros, él en Marianao/Pogolotti, yo en el Cerro, por lo que lo barriobajero, también nos unió. Supuestamente cultos, pero nunca culteranos.

SALAS DEL CENTRO DE ARTE JUAN ISMAEL. FUERTEVENTURA

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Dicho esto, he de confesar, ya que estamos, que acercarme a Roberto después de un cuarto de siglo, ha supuesto observar su obra desde una condición cuasi turística, como quien mira desde fuera y no sólo desde afuera de la isla, su contexto natural, donde aún trabaja y habita. Una isla, de la cual, a veces se habla muy a la ligera, porque está signada por estereotipos muy específicos, desde la mirada occidental, e incluso desde la mirada academicista de algunas líneas de pensamiento crítico cubano que en su obstinación desviatoria y disimulada, son racistas; fundamentalmente por desconocimiento, porque no conocen la ancestralidad de la cultura afrotrasatlántica dentro de la cual Diago, se mueve. No tienen ni idea de su carga.

Por tanto, acercarme hoy a su trabajo, implica tratar de redescubrirme a Roberto Diago, un artista el cual llamó mi atención a inicios de los noventas habaneros, porque mientras el contexto nacional estaba apuntando hacia el esteticismo canónico representacional, eso que vulgarmente llamamos como “Academia”, esa supuesta “nueva vuelta al orden” post-moderno, so pretexto de “la restauración de [un] paradigma estético” que a mi me parecía un paso atrás; él, estaba haciendo una obra a la contra.

Expliquémonos: Mientras Agustín Bejarano, recién regresado de un miniexilio en Brasil, estaba inundando nuestra Habana natal de pinturas de gran escala de “guajiros martianizados” (léase típico personaje campesino con rasgos faciales de José Martí, nuestro poeta y héroe nacional, un hombre blanco, por cierto), o Arturo Montoto deleitaba a toda la oficialidad habanera con sus versiones tropicales de postmodernos Murillos o Sánchez Cotánes insulares -nada más imperial, por cierto estéticamente hablando, a pesar del disfraz neobarroco-; ambas propuestas eran reaccionarias y retrógradas en tanto academicistas, al punto de convertirse en escolásticas, demasiado paradigmáticas y tremendamente complacientes. Mientras los nuevos egresados del Instituto Superior de Arte (entre nosotros conocido como el ISA) pululaban en torno a las ideas gestadas por el grupo de artistas que participaron en la muestra Las Metáforas del Templo(2); para los cuales, la des-folklorización de los temas antropológicos como sello de identidad nacional, que según ellos había sido “abusado” en la década anterior, era una de sus marcas autorales, así como su filiación representacional, o sea academicista, bajo el halo de la pintura neohistoricista o su neo-conceptualismo instalativo más aséptico; Diago, escogió ir a la contra. Y ese voluntarismo, respaldado en el hecho de que si tenía sentido volver a “algún paradigma”, él ya tenía el suyo propio, el aportado por su legado, como si plantease lo postmoderno no desde una ruptura sino desde una “continuidad inconclusa”, ese deje persistente en lo moderno más lezamiano que lyotardiano; me hizo respetarlo. Vi ahí algo que se resistía a dejar de ser lo que era, “todavía asilvestrado”, esa palabra andaluza que tanto me gusta, a pesar de que la haya descubierto un lustro después. Ese lado primario, artesanal, rústico, persistente; me subyugó.

 

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Lo irónico es que, muchas veces, esas acusaciones emanaban de curators y académicos del Primer Mundo, siempre dispuestos a poner el saber donde El Otro estaba obligado a poner el sabor.

 

Iván de la Nuez

Teoría de la Retaguardia

 

Hay historiadores, críticos y curadores cubanos que no vieron lo ocurrido a inicios de los noventa como un proceso de blanquificación de nuestra cultura visual. Hay quienes no perciben ese “mal de fondo”, ese triunfo tardío de la escuela bolchevique que academizó las escuelas de arte provinciales con profesores recién egresados de Academias de Bellas Artes Soviéticas o de otros países exsocialistas de Europa del Este; todos, marcados por el sello del Realismo Socialista. Lo que no lograron hacer con la música, con el arte, si lo lograron. No sé por qué no lo ven. Tal vez, porque ellos y ellas, tampoco sean habaneros, y ese “nuevo guajirismo blanco”, los representaba, e incluso, los sigue representando.

A veces, tan solo seria necesario que limpiáramos un poco nuestro lente, para quitarle el polvo blancuzco de la blanquificación que ha sufrido el pueblo de Cuba, en el último siglo. Por ejemplo, por muy formado que haya estado Diago, en las aulas de la Academia de San Alejandro, no podemos pedirle que no esté entroncado con la tradición antropocéntrica del Arte Cubano que explora en los legados afrotrasatlánticos, iniciada por la vertiginosa y vanguardista obra de Wifredo Lam, por la misteriosa pintura de su abuelo paterno, Roberto Diago, y la voluminosa carnosidad escultórica de Agustín Cárdenas en los umbrales y mediados del siglo XX; porque esos cimientos, los mamó visualmente de niño. Es natural así su apego a la tradición moderna insular, le viene de cuna. Y años más tarde es natural que haya comulgado con la fabuladora y mística obra de Manuel Mendive (a quien Roberto, admira y respeta), o con la grafología neo-expresionista de Eduardo Choco, o con la investigación antropológica en las culturas y credos afrotrasatlánticos de José Bedia, María Magdalena Campos y Marta María Pérez Bravo; con estos precedentes el artista se adentra al Arte desde su condición racial de hombre negro, citadino, urbanita, habanero, descendiente de artistas y músicos, como un individuo atravesado por la transitorialidad de lo finisecular, donde lo diaspórico deja de ser una huida y toma un hogar, un contorno, una familiaridad como punto de partida y de llegada. Como si el punto en sí, esa mancha negra no siempre perfecta, más que convertido en línea, necesitase ser convertido en mancha que viaja en el espacio, y ésta fuese su obsesión. Como si su formación de escultor lo empujase siempre a concebir todo su trabajo espacialmente, pero su educación musical, le abre la perspectiva de sus planimetrías a emular ciertos pentagramas, ciertos esquemas organizativos, donde lo rítmico manda. Donde aquellos brocados y bruñidos, que homenajeaban las investigaciones de su abuelo paterno en la gráfica, nos recordaban el mal hacer de la última pintura neo-expresionista del siglo XX. Donde el trazo arañado, fungido torpemente demostraba destreza, control, exactitud del gesto, significaba rebeldía, inconformidad, violencia visual, grotesco enmascaramiento seductor. Frontalidad, de nuevo. Una frontalidad que desde entonces se mantiene en su obra.

SALAS DEL CENTRO DE ARTE JUAN ISMAEL. FUERTEVENTURA

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…en el caso del oprimido, la

tradición de la discontinuidad

demanda una voluntad heroica

que elimine la confirmación de la

historia pasada. No hay nada de

grandioso ni de romántico en

este heroísmo. El heroísmo es la

voluntad de correr riesgos

cuando se confronta el poder…

 

Bonaventura de Sousa Santos

Tesis sobre la decolonización de la historia

 

 

El Arte Cubano de las últimas décadas ha despreciado constantemente referirse a las problemáticas sociales de la racialidad en la isla porque “de eso no se habla”, de lo supuestamente superado estructuralmente, no se habla, es tabú. Aún cuando veamos que la clase política cubana está plagado de ese proceso de blanquificación y de machismo, mejor dejarlo atrás, y seguir hacia la estampida copista de intentar parecernos a lo que Occidente espera de nosotros, siendo pareciditos a lo que Occidente nominaliza como Arte de hoy(3).

Lo curioso, es que ese aferramiento de Roberto hacia su legado, esa militancia en lo artesanal, lo no tecnológico sin ser technofóbico, lo salvó de las modas, y le dejó el camino libre para convertirse en el continuador de una pintura personalísima y el continuador de las investigaciones instalativas que abrieron la segunda vanguardia, donde lo povera toma dimensiones sociales antes silenciadas. No es povera, es pobre, no es simbólica, es documental.

De este modo, lo que inicialmente era un camino de introspección personal, en el que el mismo Diago fue descubriéndose, ahora es un campo expansivo en el que el artista se toma el tiempo de convertir su obra en una máquina de significar. Dándole la vuelta al rancio conceptualismo y al post-industrial minimalismo, rebautiza el material como “algo tocado”, como “contenedor de cultura”, “cosa auratizada” como resultante del camino, parte del dilema y foco de la cuestión.

Hay que recordar que se graduó en la Academia de San Alejandro de Escultura, pero esculpir, es carísimo. Dibujar no tanto, pintar algo más, pero se las ingenió para reutilizar lonetas de camiones, toldos de embalajes, yuté, arpillera y lino crudo de sacos destinados a transportar alimentos. Al menos en sus inicios. Luego hizo de esa escasez su signo vital, y convirtió la pobreza en su sello, como un virus invasor que todo lo toca. Tal vez porque por mucho que seas de una familia culta, socializada, rimbombante y dinámica, si vives en Pogolotti, la pobreza te rodea, te embarra, te apesta hasta en la suela de los zapatos. Entonces cuando Diago habla desde ahí, no lo hace como “niño bien, ahora bien crecido”, sino como testigo excepcional, como parte del problema. Su calado cultural, la educación musical de su casa, el catolicismo de su abuela o el sincretismo afrocubano de su tía, su colección familiar o su biblioteca (recuerdo con especial envidia su biblioteca); ese bagaje, ese lujo, no le cambia sus rasgos fisiológicos sobre los que se levantan siglos de racismo social a nivel global.

Pero como todo habanero, cuando habla de la ciudad, cuando desvía su atención del sujeto al predicado, hacia el paisaje urbano, no lo hace desde la nostalgia y el deslumbramiento de los artistas de provincias que se fascinan con la capital y harán lo necesario para no abandonarla, sino lo hace desde esa densa relación de amor/odio que los habaneros tenemos con nuestra ciudad. Lo hace desde el desastre, la debacle, la caída y la reconstrucción. Y ahí se conecta con un artista que no sé si conoce, el argelino Kader Attia, residente entre Berlín, Barcelona y París, Kader lleva años hablándonos de una restauración, una reparación que debemos hacer a nuestra cultura occidental si queremos sanar el daño colonial. Él que es un hombre descendiente del norte africano pero que es europeo de residencia, tiene esa capacidad. Como Diago, siendo un hombre negro habanero, tiene esa posibilidad de hablarte de su raza, desde su condición dicotómica, culturalmente blanco, físicamente negro. Más próximo al reciclaje convertido en sistema de resignificación de El Anatsui o Ibrahim Mahama, que al puertorriqueño Víctor Vázquez, cuando instala. Siguiendo en esta deriva de encontrar referencias y conexiones que tanto me critican mis colegas -tal vez con razón-; veo a Diago, cada vez más inmediato a artistas africanos contemporáneos que a artistas cubanos y/o caribeños que le precedieron o le circundan; más cercano a Sammy Baloji, artista congolés recientemente expuesto en la londinense Tate Modern, para quien la grafología secreta que trazan las escaraciones en las pieles de los pueblos originarios africanos de su tierra natal, marcan los dibujos del repujado de sus metales y los descorporizan convirtiéndolos en paisajes abstractos, o como digo últimamente, más que abstractos que denotan una condición ontológica del ser como definición, abstraídos, que indican temporalidad de un estado; como mismo entra en ese juego Yaw Owusu, artista ghanés que usa monedas como materia prima de su trabajo, jugando con la idea de cuál es el “valor del Arte” y cuál el valor del metal que convertido en moneda, muta, en “cosa abstraída” yuxtapuesta sobre el burgués espacio en blanco, como si nos recordase a sus observadores que nuestras monedas nacionales se fabrican con metales africanos.

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Por eso no me extraña que haya elegido la continuidad antropológica como respaldo de su discurso visual, por lo que quiero imaginar que cada vez que el artista articula palabra alguna en sus planimetrías, está rezando en silencio una Moyugba: esa oralidad sagrada yoruba que clama a los ancestros y a los orishas y deidades afrotrasatlánticas. Los llama, los evoca, los invoca. Les pide protección, ayuda, algo de fe, todavía. Cuando entreteje las trenzas textiles que simulan una simbólica herida, realiza un rompimiento, un recogimiento y finalmente un Sarayeye. Ese ritual de limpieza, que depura. Por esa metodología podríamos pensar que está socializando el ritual, al hacernos un ebbó histórico al público que lo observa. De hecho, algo de Capella Rothko, la famosa instalación de la obras del maestro abstracto norteamericano en la Menill Collection de Houston, hallo en los montajes de sus monocromas pinturas de heridas y trazas sobre paredes negras(4). Algo de ese silencio zen, hallo en estas comisuras, estas cicatrices sanándose; que quedan ahí para que al rozarlas reconozcamos lo vivido y lo que somos. Quiero pensar que cuando pinta bodegones y naturalezas muertas, esta haciendo un addimú, esa ofrenda de flores o frutas, que los ancestros africanos y los actuales religiosos, hacemos a nuestros espíritus y deidades. O que cuando repuja los metales de sus “fragmentos de la historia”, implora a Oggún que lo acompañe, que guie su mano, su brazo, su torso, su corazón. Y así de akokán, levanta un ilé. Así de corazón, se hace un hogar. Aunque para ello deba construir un Macuto inmenso de cuanta madera le sirva para amurrallarlo, en un recogimiento que lo resguarda.

 

En el año 1995, sentenciaba el final de un texto que escribí sobre el artista de la siguiente manera: Esto… es LA OBRA, lo demás: es…  puro ancestro, o sea: el CAOS(5). Casi tres décadas después me atrevería a decir que el artista ha aprendido a organizar, controlar y gestar ese caos de una manera magistral. A pesar de que a ese aprendizaje haya llegado desaprendiendo. Desandando caminos andados. Sobretodo, cuando se expande en el espacio, ahí es caos ordenado, desastre apuntalado, derrumbe sostenido. Como si taxonomizase el paisaje que su ojo atrapa en simbólicas representaciones que evitan cosificarse como espacios contenedores de belleza, porque allí la belleza no está. O para verla, hay que saber convivir con esta fealdad, y verle su lado útil. Su condición de hábita, de lugar habitable y habitado.

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Apunte para colegas curators & co.: Entender el arte producido por artistas implicados o crecidos entre la ritualidad sincrética caribeña, debería de ser aplicado desde una metodología de aproximación más práctica que teórica, si no has visto nunca un bembé puede que jamás comprendas a Mendive, si no has estado en una estera frente a un babalawo u olwo, puede que no comprendas que los “paños mágicos” de Diago, no son lenguas de maderas, sino esteras, redimensionadas, aunque simbólicamente esas esteras son conocedoras de lenguas secretas; el artista parte de la idea de convertir la frágil alfombrilla sobre la que los religiosos se someten a una dialógica consulta transformada en una sólida muralla. Mínima, privada, unipersonal casi, pero lo suficientemente flexible y sólida como para arroparnos.

El que Diago no desarrolle una obra que se adentre concienzudamente en las mitologías afrocubanas, como es el caso de Mendive, Bedia, Ayón o Pérez Bravo, no significa que las desconozca(6); por tanto, a la hora de acercarnos a su trabajo deberíamos incluir en nuestro catalejo, el respetuoso lente que el maestro Robert Farris Thompson usaba cuando se refería a las “culturas primalistas”, como las llamaba. Si añadimos ese lente de sapiencia del antropólogo e historiador del arte, fundador de la Cátedra de Estudios Africanos de Yale, sabríamos diferenciar que Diago no tiene ninguna influencia de su amiga y colega Belkis Ayón, cuando silencia los labios de sus figuras, porque Belkis lo hacía en sus excelentes grafismos porque de lo que relatan sus obras era sobre un credo secreto, la Regla de Abbakúa, literalmente se traduce como Regla Secreta Kimbisa de los Hombres Leopardos; por tanto, ella hablaba de algo de lo no se debía hablar, es un secreto. Cuando Diago anula los labios de sus figuras silencia su relato, calla el grito, la queja, la rebeldía del hombre negro durante siglos. Al saberse que él es yoruba, el secreto se conoce a voces. Y puede que él esté rememorando más con los estilismos de sus figuraciones a algún dibujo de su abuelo paterno o del primerísimo Lam, que a nuestra querida Belkis. Puede que más inspirado en los perfiles almendrados de las esculturas en bronce del extinto reino yoruba que vio en su primera visita a París en el Museo del Hombre, que de ningún contemporáneo suyo. Cosa que no los separa de ellos, sino los une. Son dos caras de un silenciamiento. Las dos caras de nuestra cultura afrocubana. Mientras más caras mejor, mientras más voces mejor. Y ese es otro rasgo sincrético que denota su trabajo, siempre suma, pocas veces resta. Barroquizándolo todo bajo un aparente aplanamiento del sentido, hacia un único recurso: fuego, patchwork, ensamblaje, peso, densidad, impronta, empuje.

Como si quisiera restaurar en este proceso de restauración constante que es el devenir, el abandono y el expolio al que su pueblo originario fue sometido, dándoles un lugar, un rol, una historia, una voz. Como si restaurar los fallos del proceso moderno atlántico, fuese su meta. Heredero de un legado y portador de una cultura que lo inunda, Roberto es un creador que trabaja con intensidad y destreza desde diversos lenguajes, el dibujo, la pintura, la escultura y la instalación. Invertir la lógica escritural de la “página en blanco”, conociendo, que en un principio, siempre fue la oscuridad desde donde nace la luz, y no viceversa, sin miedo a su “página en blanco”, Roberto Diago ha ido escribiendo nuestra historia, visualmente, re-escribiendo la de sus coetáneos, al compartir su quehacer justo como esa metáfora antes usada, porque nos abraza, así como el universo abraza esto globo terráqueo donde habitamos.

SALAS DEL CENTRO DE ARTE JUAN ISMAEL. FUERTEVENTURA

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Exponer esta “cosmogonía”, ancestral, ecosistémica y contemporánea, que Diago nos regala, es lo que pretende esta muestra curatorialmente hablando, de la que esta publicación es testigo. Exhibición itinerante(7) curatorialmente pensada en tres secciones, a partir de sus visiones de “su gente”, “su paisaje”, “su hogar”. Como el propio artista insiste en buscar, su lugar en el mundo. Un lugar donde ya no tiene que pintar con los pinceles de su abuelo, no sólo porque fuese los únicos que tuviese a mano, sino porque no había otros; si no porque ya tiene los suyos propios, sus propios pinceles y su propio lenguaje, su propia lengua políglota, entrenada en yoruba, en castellano, en jerga habanera y sabiduría rural, en viola europea y afrocaribeño batá.

Una muestra que es la primera individual de Diago en una institución pública española, que exhibirá cerca de cuarenta obras entre pinturas, instalaciones y esculturas de una manera museográfica en la cual cada espacio pretende sentirse habitado por sus paseantes. Los de Diago, y evidentemente, por nosotros. Sus invitados de honor.

 

El que sabe

Sabe

Dicho contemporáneo español

 

 

a Pepe Bedia y los Pinto

que me obligaron a re-mirarte.

(1) Estamos hablando de músicos, musicólogos y gestores culturales que removieron todos los cimientos de la estructura de la difusión y el conocimiento de la cultura musical cubana, donde lo folklórico y lo popular tuvieron un rol fundamental. Su tío abuelo, Odilio Urfé fue un músico, musicólogo e ideólogo de proyectos como un catastro de folklore cubano, festivales de folklore y música popular cubana, un instituto de musicología, y varios volúmenes de antologías sobre el danzón, el son y otras músicas populares isleñas de la primera mitad del siglo XX, una personalidad importantísima en el desarrollo musical cubano.  

(2) Muestra que ocurrió en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, La Habana, Cuba, 1993-94.

(3) Sobre esa línea de trabajo que vincula el legado afrotrasatlántico como cultura viva, resiliente con la contemporaneidad, es lo que planteo hace casi tres década el proyecto Queloides (1ª parte), el cual curamos junto a Alexis Esquivel en la Casa de África, exposición en la que estuvo Diago invitado. Como también estuvo invitado por mi parte como curador, en El ocultamiento de las almas, ocurrida en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, ambas muestras del año 1997. Posteriormente este camino curatorial ha sido ahondado por Ariel Ribeaux (e.p.d.), Orlando Hernández y por Alejandro de la Fuente, con sendas muestras relativas al tema como Ni músico ni deportistas, Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño (Luz y Oficio), Queloides, Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, del año 1998 co-curadas por Ribeaux y Esquivel, o más recientemente Sin máscaras / Whitout Mask, curada por Orlando Hernández en el Museo Nacional Palacio de Bellas Artes de La Habana y en la Johhanesburgo Gallery, de Sudáfrica, y Queloides III, ocurrida en el Centro Wifredo Lam y en Mattres Factory, Pittsburgh, curada por De La Fuente, del año 2010.

(4) En este sentido, su muestra personal El poder de tu alma en el Centro Wifredo Lam, en La Habana, en el año 2013/2014, curada por Jorge Fernández (director del centro en ese tiempo), creo que abrió esa experiencia. Jorge y Maribel Acosta, la co-curadora, hablaban en el texto de un hiato en el que Diago retiene pasado y presente, una metáfora perfecta; una exposición que personalmente me pareció liminal y marcó un antes y un después en el quehacer del artista.

(5) Me refiero al texto inédito PRIMERO FUE LA MATERIA, luego: EL CAOS -Texto IN-material sobre la OBRA de Juan Roberto Diago-, perteneciente al libro Palimpsestos Neo-Barrocos, Premio de Becas de Escritura AHS en la categoría de Ensayo, en La Habana, Cuba, 1995.

(6) Existe una percepción popular equivocada, totalmente errónea de que si una persona religiosa, en cualquiera de los cultos sincréticos cubanos, no está “iniciada”; esta persona no es tan religiosa, se levanta un muro de sospecha de cierta desconfianza sobre ellos, los no-iniciados, como si le pidiésemos al aleyo (al “religioso de a pie”) que de un salto de fe constantemente, coronándose, rayándose, iniciándose en Ifá, Abbakúa, PaloMonte u Ocha. Y el error radica, en cuando nuestras deidades signan o eligen adoptarte iniciándote, esta letra sólo se marca y se signa cuando tu cuerpo y tu alma, lo necesitan. Por lo que hay millones de creyentes de nuestros credos que no necesitan que nuestras deidades los protejan, porque ellos son los verdaderos elegidos, las almas nuevas o demasiado viejas que no necesitan más luz que la que ellas mismas tienen. Diago es uno de ellos. Por ejemplo de ulario, Fuerteventura. preseradica, en nuestras deidades, eligen adoptarte a Puerto del Rosario, Fuerteventura.

(7) Inaugurada en el verano del presente año, 2023, en el Centro de Arte Juan Ismael, en el Puerto del Rosario, Fuerteventura. La cual continuará en Casa de América, Madrid, en otoño próximo, con la inestimable complicidad de la Galería Artizar.

CASA DE AMÉRICA

MADRID · ESPAÑA

ROBERTO DIAGO: LA OSCURIDAD FUE EL PRINCIPIO

Suset Sánchez Sánchez

 

Mi oración final: Oh, mi cuerpo,

haz de mí un hombre que

interroga siempre.

Frantz Fanon

 

Haber sido arrancados del país cotidiano, de los dioses protectores; para ser llevados a la comunidad tutelar fue la primera noche. Pero esto no es nada todavía. El exilio se soporta, aun cuando sea fulminante. La segunda noche se hizo de torturas, de la degeneración del ser proveniente de tantas increíbles gehenas. Imaginen doscientas personas hacinadas en un espacio que apenas podría contener un tercio de ellas. Imaginen el vómito, la carne viva, los piojos en zarabanda, los muertos tendidos, los moribundos pudriéndose. Imaginen, si es que pueden, la embriaguez roja de las vigas del puente, la rampa alzada, el sol negro en el horizonte, el vértigo, ese deslumbrante cielo espejado sobre las olas. Veinte, treinta millones, fueron deportados durante dos siglos y más; la usura, más sempiterna que un apocalipsis. Pero esto no es nada todavía.

Édouard Glissant

 

Cuando se habla de la obra de Diago (Juan Roberto Diago Durruthy, La Habana, 1971) siempre me gusta recordar —posiblemente por vicio de historiadora y no a modo de anécdota, sino como un dato importante que afirma la genealogía intelectual que le precede— que es nieto de una de las figuras más importante de la vanguardia cubana del siglo XX. El legado de su abuelo, Juan Roberto Diago Querol (La Habana, 1920 – Madrid, 1955), junto a la firma primada de Wifredo Lam, constituye una de las notas más significativas del modernismo pictórico insular; el propio, no el importado desde Europa y donde África aparecía apenas como síntesis en una expresión formalista. De ahí que no resulte extraña la temprana consciencia afrodescendiente que ha animado los imaginarios de Diago para devenir en una agencia política y etno-racial que le ha llevado en un viaje trasatlántico de vuelta donde insistentemente explora las huellas de la diáspora africana, revelando una voluntad de resistencia panafricanista que atraviesa el laberinto del tiempo histórico y la violencia de un silencio impuesto por el sistema mundo moderno/colonial sobre los cuerpos y las subjetividades de las personas esclavizadas y racializadas. 

 

Una de las maneras de urdir esas conexiones con sus ancestros y el pasado la encuentra Diago en el uso de los materiales, habitualmente lienzos crudos, maderas y metales reciclados, fragmentos de soportes que fusiona a través de ensamblajes y collages donde el rastro de la unión no se intenta disimular en busca de una perfección residual, sino que se deja a la vista para metaforizar la cicatriz, los queloides (el signo que representa el terror del látigo del mayoral sobre las espaldas de los negros castigados en el sistema esclavista de plantaciones). Reside en esa marca el símbolo de la violencia del extractivismo colonial sobre todo un continente, de la ruptura infligida en el seno de comunidades, familias y modos de vida y de conocimiento que forzosamente tuvieron que reconstruirse a partir de las memorias rotas para reconfigurar un saber otro, sincrético e híbrido desde la alteridad de las voces subalternas frente al sujeto masculino blanco occidental, burgués, heteropatriarcal y cristiano.

SALAS DE LA CASA DE AMÉRICA. MADRID

El artista zurce sus telas y a través de ese gesto parece querer recomponer esas memorias dispersas, es el mismo procedimiento con el que trabaja sobre la superficie de metal a través de la soldadura que se traduce nuevamente en cicatriz. Mediante esas metodologías de ensamblaje las composiciones de sus cuadros quedan segmentadas en niveles y áreas geométricas que inevitablemente penetran en la propia historia del arte moderno y de la abstracción para tensionar los diferentes ejes discursivos que se superponen en sus obras a modo de palimpsesto. Resulta imposible cuando estamos ante las obras de Diago no pensar en las operaciones de blanqueamiento que los modernismos europeos ejercieron sobre culturas materiales y objetos cuya función antropológica quedó desplazada por el ejercicio de síntesis estética de los ismos europeos que se sucedieron en la primera mitad del siglo XX.

 

La investigación estética de Diago bascula permanentemente entre esos falsos binomios que trató de instituir el episteme moderno entre “alta-baja” culturas, “abstracción-figuración”, “tradición-modernidad”. Para este artista, la construcción de la imagen se convierte en una herramienta que interpela cualquier tipo de canon que trate de imponerse sobre el libre albedrío de su exploración en los imaginarios plurales que le nutren y que incluyen desde la Historia del arte occidental hasta las leyendas narradas por los griots llegados de los confines del continente africano a Afrolatinoamérica y en cuyos cantos y cuentos se mantuvo viva la memoria oral de distintas comunidades. Así, la hechura misma de sus soportes en lienzo, juega con la apariencia ilusoria del fragmento a partir de pequeños cuadraditos de tela que se van uniendo en planos de color para configurar la imagen. La unidad mínima de la imagen digital que articula el píxel es trocada aquí en retazo o parche, recordando esas colchas y mantas creadas por las manos de las abuelas en las noches, cuando los hogares estaban en calma tras la vorágine doméstica del día. Así, alta y baja tecnologías se transforman en un juego de simulacros en la obra de Roberto Diago, como cuando construye sus cajas de luz fotográficas a partir de maderas viejas recicladas de pallets.

SALAS DE LA CASA DE AMÉRICA. MADRID

La metodología del reciclaje en la obra de Diago se articula, además, como una estrategia de sentido significante por la cual el artista remite a una práctica histórica y sociológica de resistencia de los sujetos racializados en el contexto de dominación de las culturas blancas y criollas en América Latina y el Caribe. Las operaciones de transculturación conceptualizadas por el antropólogo Fernando Ortiz  hacia el año 1940 en su cardinal libro Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, sirven de base para explicar el uso que las subjetividades subalternas hacen de materiales apropiados de la cultura dominante, que son resignificados bajo prácticas de sincretismo, hibridación y camuflaje. Un ejemplo clásico en tal sentido es la emulación de los dioses del panteón yoruba con el santoral católico, proceso de travestismo mediante el cual pudieron pervivir las prácticas y rituales religiosos de ascendencia africana en el territorio colonial.

 

Cuando en una obra como Resistiendo en el tiempo (2017) Diago reutiliza láminas de metal resultantes de la producción industrial y las ensambla para construir un bloque geométrico cuyo imponente volumen remite a una escuela escultórica moderna que se inicia en las primeras décadas del siglo XX europeo y recala en las formas contundentes del minimal norteamericano de posguerra o en las invenciones del povera italiano, pone en tensión los registros del arte moderno con una modernidad geopolítica que se fragua en la primera modernidad descrita por Enrique Dussel en la emergencia del sistema mundo:

 

La Modernidad, como nuevo “paradigma” de vida cotidiana, de comprensión de la historia, de la ciencia, de la religión, surge al final del siglo XV y con el dominio del Atlántico. El siglo XVII es ya fruto del siglo XVI; Holanda, Francia, Inglaterra, son ya desarrollo posterior en el horizonte abierto por Portugal y España. América Latina entra en la Modernidad (mucho antes que Norte América) como la “otra cara” dominada, explotada, encubierta (1).

 

Esa escultura aparentemente aséptica, con una geometría perfecta apenas corroída por el óxido con olor a salitre consecuencia del emplazamiento de la mole de metal en el Malecón habanero, frente al mar que conecta con el Atlántico y teniendo como testigos del tiempo las fortalezas militares erigidas entre los siglos XVI y XVII para la defensa de la empresa colonial, parece rechazar una genealogía artística tardomodernista para inscribirse en el centro mismo de la historia del  sistema mundo moderno/colonial, que es también la de la esclavitud en Afrolatinoamérica. Esa figura de hierro que simula un contenedor marítimo nos devuelve a un tiempo de violencia donde el viaje trasatlántico definió el tráfico de cuerpos negros, transportados como mercancías en el sistema triangular de la trata esclavista entre África, América Latina y Europa. Pero a la vez, nos sitúa en un tiempo transhistórico global donde los sujetos subalternos del pasado viven nuevas formas de opresión bajo las renovadas dinámicas de esclavitud que supone la emigración en un mundo postcolonial en el que persisten las desigualdades establecidas por el racismo estructural de la modernidad.

De manera similar, el trabajo a partir de maderas recicladas con las que el artista compone sus grandes instalaciones hechas con tablillas policromáticas remite a la imagen originaria que en la epopeya trágica de la esclavitud de los cuerpos esclavizados adquiere el barco negrero, matriz de una nueva cultura hecha con los jirones de la memoria trasplantada de la diáspora africana. Unas veces esos collages de palos ensamblados adoptan formas de improvisadas y precarias construcciones a modo de habitáculos hacinados que se elevan hacia el cielo como las casas pobres de las favelas asentadas en los morros brasileños (Historia permanente II, 2020). En otras ocasiones, la acumulación de cajones de madera serpentea en el eje vertical diagramando una suerte de torre de babel que vuelve a llevarnos a ese origen cultural que supone el barco negrero en la construcción transnacional del Caribe, incubada en la heterogeneidad y consecuente creolización (Édouard Glissant) de las diferentes etnias y lenguas que fueron hacinadas y trasladadas en los vientres de los navíos del comercio esclavista (Ciudad quemada II, 2017).

 

…La primera vez, inaugural, sucede cuando caes en el vientre de la barca. Una barca, según tu poética, no tiene vientre, una barca no engulle, no devora, una barca se dirige a cielo abierto. El vientre de esta barca te disuelve, te precipita en un no-mundo donde gritas. Esta barca es una matriz, la fosa-matriz. Generadora de tu clamor. Productora, asimismo, de toda unanimidad por venir. Pues, si estás solo en este sufrimiento, compartes lo desconocido con algunos, a los que no conoces todavía. Esta barca es tu matriz, un molde, que sin embargo te expulsa. Embarazada de tantos muertos como de vivientes en suspenso (2).

Es en esa caverna de madera, génesis del conocimiento diferido de la diáspora africana, simbolizada en la habitación de retazos que el artista compone como un gran mural de inspiración neoconcretista en la obra de la serie El rostro de la verdad (2013), donde la materia reclama un lugar de enunciación primado dentro de un orden del discurso que ha excluido reiteradamente la polifonía de las lenguas y las agencias etno-raciales afrodescendientes.

 

Una efigie simbólica encarna ese testigo del tiempo en la obra de Diago, ese personaje que incluso podría asumirse a veces como una suerte de auto-representación del artista y con el que él mismo ha declarado identificarse en diferentes entrevistas. Es esa silueta negra esquemática, donde los ojos en forma de almendra como cauri o caracol se emparentan con Eleguá (el Orisha que abre los caminos en la Regla de Osha-Ifá). Esta figura nos observa desde la profundidad de esas cavidades horadadas en el rostro como ojos; pero no habla, se le ha privado históricamente de una voz que fue secuestrada junto con la riqueza de sus culturas originarias. Voces negras que fueron marginalizadas, excluidas, silenciadas y expulsadas del orden del discurso. En esta exposición Diago lleva ese signo reconocible de sus lienzos a un concepto escultórico tridimensional y se atreve también a incursionar en un material como el bronce. Otras vez el uso de la materia artística nos impele a pensar en otro secuestro, por ejemplo, el de los Bronces de Benín que permanecen expuestos en los museos occidentales como testimonio de la usurpación colonialista.

SALAS DE LA CASA DE AMÉRICA. MADRID

Todavía se atreve el artista a recuperar la potencia significante de la madera en tanto material que connota el tiempo de la violencia colonial. Diago recrea estas mismas enigmáticas siluetas enmudecidas en las series de esculturas de madera ensamblada Libertad (2022) y Hombres libres (2022). Una vez más la materia reciclada y refuncionalizada apunta una zona disruptiva entre la geopolítica de la historia occidental del colonialismo y la historia del arte moderno. La estilización y estetización de la cultura objetual y ritual de disímiles grupos étnicos africanos en el fetichismo de la escultura y la pintura modernista de las primeras vanguardias europeas del siglo XX, es puesta en entredicho en estos bustos en los que la madera se transforma en piel y da cuerpo a seres cuyo silencioso hieratismo se erige como emblema de dignidad, estoicismo y orgullo negro.

 

Sin embargo, es tal vez esa voz latente, que permanece indómita en la memoria de la diáspora africana, la que se replica en cada una de las piezas y fragmentos de madera que conforman esa gran escultura-lengua que semeja una esterilla como la que se suele encontrar en las habitaciones sagradas donde los sacerdotes de Ifá o Babalawos llevan a cabo el proceso adivinatorio de Ifá. En ese lugar y sobre un manto de fibra se interpretan los mensajes de Orula, Orisha del conocimiento. Allí se invocan los antepasados y los muertos y la lengua Yoruba vuelve a resonar con toda su potencia decolonial. Es en la práctica cotidiana y actualizada de las tradiciones de ascendencia africana donde el cuerpo negro deja de ser un testigo mudo del genocidio colonial, entonces su voz emerge como un grito que atraviesa el sordo laberinto del tiempo histórico para declarar la pujanza de las agencias políticas afrodescendientes que ni la esclavitud ni el racismo han podido doblegar.

(1) Enrique Dussel, “Europa, modernidad y eurocentrismo”, en Edgardo Lander (ed.), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO, 2000, p. 48.

 

(2) Édouard Glissant, Poética de la relación. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes,

LA OSCURIDAD FUE EL PRINCIPIO

LIBRO-CATÁLOGO

Producción_

Centro de Arte Juan Ismael

Galería Artizar

 

Concepto editorial_

Omar-Pascual Castillo

 

Textos_

Rito Ramón Aroche

Janet Batet

Omar-Pascual Castillo

Bárbaro Martínez-Ruiz

Suset Sánchez Sánchez

 

Traducciones_

Anna Moorby

 

Diseño y maquetación_

Pepa Parrilla

 

Impresión_

Anel Gráfica Ediciones

Encuadernación_

Ramos

 

Fotografía_

Galería Artizar

Francesco Allegretto

Mellissa Blackall

Fundación Clément

Roberto Chile

Carlos de Saá

Alain Gutiérrez

Rodolfo Martínez

Marcos Harold Linares García

Juan Carlos Romero

 

Estudio Roberto Diago_

Mayrene Zaldívar García (ayudante)

Yaima González Álvarez (asistente)

Agustín Hernández Carlos (ayudante)

Marcos Harold Linares García

(asistente y fotógrafo)