Alejandro Correa

Horizontes

16 DIC, 2016 - 28 ENE, 2017

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Si Edgar Allan Poe hubiese tropezado con un pincel y una paleta, en lugar de con los folios y la pluma, el resultado no distaría mucho de la obra de Alejandro Correa. Una suerte de araña hecha de matices creativos, que lleva años tejiendo hilos de emociones en su mágica guarida; construyendo una tela hipnótica de escuetas pinceladas, pero con una fuerza y un carácter tan marcados, que plantarse frente a ella significa quedar preso por el compás de una inquietante melodía.

 

Al observar los detalles y recrearse en la sutil incertidumbre de sus contornos, reminiscencias veladas de grandes maestros arañan la memoria, casi obligando a hurgar hasta encontrar las referencias. Pero al final de poco sirve, pues la firme mano del autor se ha encargado de convertirlas en algo completamente nuevo. Arrastrándolas a su mundo de recuerdos y emociones e imprimiéndoles una personalidad de tal calibre, que desmiente cualquier intento de otorgarles una forma prefijada.

Todos los cuadros de Alejandro Correa emanan una sorprendente musicalidad, pues la música es una parte extraordinariamente importante de su vida. En las propias palabras del autor, dejar que música y pintura se entrelacen siempre es algo enriquecedor. Correa ve en los horizontes la vibración de una nota sempiterna. Una nota sostenida que sirve de nexo entre el cielo y la tierra, entre lo tangible y lo intangible. La teoría de una sola cuerda que conecta con el universo en sol menor.

 

Los espectros con alma de pasado han dejado paso al infinito. Individuos que siempre están presentes pero ya no son protagonistas, reducidos ahora a unas cuantas notas disonantes intuidas dentro de la compleja partitura. El ocre y su peculiar tristeza melancólica perduran, pero le ceden gustosos el terreno a la inmensidad de vastos horizontes y leñosas figuras centenarias. Y, a pesar de ser un susurro más que un estribillo, sin su presencia la obra entera pierde completamente la armonía.

A lo largo de su evolución creativa, el artista se ha ido distanciando de la escena. Desde los sombríos personajes rodeados por asfixiantes muros invisibles, la propia realidad da un paso atrás para tomar aire y perspectiva, permitiendo al ajeno observador disfrutar de una sensualidad natural y enrevesada. De la persona y sus aristas, a la ondulante belleza de su entorno. De la compleja voluptuosidad a la templada infinitud de horizontes reflexivos.

 

En sus trazos se esconden historias personales impregnadas de nostalgia, riquezas y penumbra. Piezas que sirven de ancla para el alma y a la vez conminan a desviar repentinamente la mirada, como el esquivo movimiento de una sombra en un callejón decimonónico.

 

Porque cada pintura de Alejandro Correa es el resultado de una comunicación íntima y sincera entre la obra y el artista; una charla sobria y contenida que destila un romanticismo propio de épocas pretéritas, muy en consonancia con el genio del pintor, cuyo proceso creativo enmascara una espontánea coherencia y una autenticidad casi visceral. Más allá de eso solo existe la naturalidad de quien nunca ha pretendido otra cosa que ceder con gusto parte de su alma.

 

Fernando D. Umpiérrez