“El mundo no es sino un lienzo para nuestra imaginación.”
Henry David Thoreau
Hay artistas contemporáneos cuyos trabajos, a priori, podrían ser confundidos con artistas de vanguardias pasadas. Descubrir que son contemporáneos, jóvenes y prolíficos, nos obliga a ejercer una lectura contemporánea sobre el hallazgo de encontrarnos con su obra y nos fuerza, inevitablemente, a intentar comprender las corrientes que en algún momento fueron precisamente a contracorriente, desde una nueva perspectiva.
Esta especie de trabalenguas o bucle mental se entiende plásticamente cuando nos enfrentamos a la obra de Alejandro Correa (Santa Cruz de Tenerife, 1984), ya que sin ubicar en el tiempo podría parecer que estamos ante el hallazgo de un post-romántico, un disidente de los ismos presentes que se conecta con los pasados.
Los paisajes de Correa nos trasladan estéticamente al siglo XIX y el momento en el que la industrialización y el romanticismo competían en un estallido de posibilidades antagónicas que estaban obligadas a convivir en un mundo en constante cambio. Paisajes que absorben cualquier indicio de civilización, que abruman ante una inmensidad que puede provocar un efecto hilofóbico, ante la grandeza de esos espacios que son incontrolables para el humano que, en plena revolución pretende controlar los acontecimientos del mundo y hasta a la propia naturaleza sometiéndola a su favor.
Esta dualidad del XIX la podemos encontrar en sus pinturas, no sabemos si esconden luz u oscuridad, si están desenfocándose o enfocándose, si el paisaje o las figuras, aparecen o desaparecen. Deberemos hacer un ejercicio interno que nos ayude a comprender y descifrar de qué lado nos queremos posicionar.
El dripping que fondea sus cuadros marca el ritmo de la partitura estética que luego va componiendo con las pinceladas que describen el paisaje, las emociones, y configura así una gran obra compuesta de pequeños y grandes formatos que permiten al espectador decidir en cuál de ellas sumergirse, o incluso perderse, a plantearse las mismas cuestiones con las que comenzábamos este texto.
Demos un paso más allá y entendamos la dificultad de un artista contemporáneo de ir contracorriente en un mundo actual. Un mundo de post-verdad, cargado de imágenes a cada instante, nítidas, realistas y en el que el consumo estético está saturado a su vez de filtros para embellecer la realidad de lo existente, de lo que nos rodea, de lo que podemos intuir como verdad y que, en el fondo, refleja una gran mentira. Las imágenes que consumimos no están solo filtradas por la mirada del autor, sino también por multitud de posibilidades que contienen nuestros aparatos móviles, nuestros ordenadores, produciendo una extraña ficción que puede parecernos real. Correa va en dirección contraria, directamente filtra, sin engañarnos; no pretende vendernos una verdad evidente, pretende hacernos ahondar en la nuestra propia ante la imagen que nos propone, compuesta de forma totalmente contraria, es decir la base serán los filtros, las capas, los recuerdos, como un collage de matices en el que finalmente será el propio espectador el que encontrará la realidad que contiene la obra.
En un mundo distópico como el que estamos viviendo hay un pequeño lugar para volver a Thoreau y a una de sus frases, la del encabezado de este texto: “El mundo no es sino un lienzo para nuestra imaginación”. Y ahí es donde la pintura de Correa nos centra, nos enseña que la posibilidad de generar nuestro propio universo está en nuestras manos y, en este caso, su pintura no es sino el reflejo de que su mundo, creado con sus filtros, construido por sus retales, puede convertirse en una escena tan íntima como universal del imaginario personal y colectivo en la sociedad actual.